La vida no sigue igual, por suerte
CARMEN RIGALT
MARBELLA.- Algo me pasa. No es grave, pero debo consultarlo al médico porque nunca se sabe. Verán: ha empezado a gustarme Julio Iglesias. Los primeros síntomas aparecieron anteayer, durante el concierto del cantante en la plaza de toros de Marbella. Nada más iniciarse los compases de la tercera canción sentí un temblorcito a la altura del abdómen y una gaviota aleteó en mi pecho como tratando de abrirse paso hacia ninguna parte.
A lo mejor es culpa del tabaco, o del exceso de sol, o de las madrugadas en blanco, aunque yo más bien creo que se trata de la edad. Una no se hace mayor cuando cumple años, ni siquiera cuando le coge manía a Claudia Schiffer, sino cuando empieza a gustarle Julio Iglesias. Y eso me sucedió a mí, pero no lo apunté en la moleskine porque pensé que con un poco de suerte se me pasaría. Decidí pues hacerme la sueca y mirar hacia el otro lado. O sea, hacia el lado donde estaba la señora de Moby Gil, cuya presencia me quita años por un tubo.
Por orden. Primero fue Moby Gil y luego la señora de Moby Gil.Pero antes había sido el actual alcalde de Marbella, Julián Muñoz.Y Gunilla, acompañada de sus dos gunillos (todo hay que decirlo: el pequeño merecería un sitio de honor entre los más deseados).
La entrada a la plaza era una concentración de pueblo soberano a la caza de famosos. Llegó Carmen Sevilla procedente de ese campo de concentración que es la clínica de adelgazamiento Buchinger y algunas mujeres gritaron: «¡Tú sí que eres guapa!». Luego procedieron a magrearla. Carmen se dejaba.
Mientras sea para bien, Carmen siempre se deja. Estaba contenta como si se hubiera metido entre pecho y espalda un bocata de calamares. Iba vestida para un baile y los pies se le desparramaban por los bordes de las chancletas.
Luego aparecieron Pitita y su marido; Eva Medina, una señora que iba de Melanie Griffith; y Fernando Onega, acaparado por los flashes como si fuera Bisbal. La señora que iba de Melanie Griffith no era Melanie Griffith, pero la señora que iba de Mari Angeles Marín sí era Mari Angeles Marín. Por primera vez en el verano estaba gozando de ella. Al fin la tenía frente a mí, morrocotuda, luminosa, magnífica. Como una vedette de Coslada pasada por el tiempo y las pastelerías.
Descendió de un coche de cristales oscuros con su marido. Esperó que él se abrochara los botones de la guayabera y, juntos, emprendieron camino hacia el interior de la plaza. Los dos se anunciaban con sus respectivas envergaduras, un embate de corporeidad que avanzaba con la fuerza de una catástrofe natural.
Vestido de blanco de pies a cabeza, Moby Gil parecía el alumno descarriado de Juan Valdés. Ella, en cambio, se mostraba tensa y algo más constreñida que de costumbre.
En el interior de la plaza brotaron los famosos como las setas.Todos estaban en platea, que es donde van los ricos y los guapos.O los invitados, que para el caso da igual. Al sector canalla (mayormente conocido como prensa) nos exiliaron a las andanadas, donde el sonido llegaba después de dar la vuelta por Fuengirola.A mi lado, una mujer comentaba: «He pagado 50 euros y no escucho nada. Los de abajo lo oyen todo y seguro que no han pagado ni un duro».
Claro. Julio canta para un público que es carne de platea. A cada gesto del artista ese público corresponde con suspiros y arrebatos de nostalgia. La vida sigue igual, murmuran todos haciéndole coro al artista. Pero la vida no sigue igual y él lo sabe.
Cuando empezó no sacaba las manos de los bolsillos y ahora no las mete ni por equivocación. Despliega gestos amanerados, y sus dedos se pasean por el aire como tecleando un piano imaginario.Miranda está ahí abajo, vestida de novia o de primera comunión.Es una criatura dulcísima y bella como la musa de un anuncio: el anuncio de compresas con alas.
Nota en mi moleskine: a mitad de concierto se escucha un leve chisporroteo a través de megafonía. Esta vez no es la voz de Julio. Son los dientes de Obregón, que chirrían de envidia por Miranda.
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