por Lyndon H. LaRouche
Por dos décadas —veinte años— a partir de la Paz de París de febrero de 1763, cuando nació, en efecto, el Imperio Británico, hasta que ese imperio de facto de la Compañía de las Indias Orientales británica reconoció la independencia de Estados Unidos de América en 1783, cierto orden mundial de lo que devino en un conflicto entre esos dos sistemas anglófonos, con sus altas y sus bajas, ha influenciado los elementos estratégicos decisivos de la historia de este planeta. A lo largo de todo el período de 1783–2007, hasta la fecha, este conflicto ha girado en torno a la pugna entre el sistema de la usura que representa el monetarismo liberal angloholandés imperial con centro en Londres, por un lado, y por el otro, el republicano americano de crédito nacional que se asocia con el nombre del primer secretario del Tesoro de EU, Alexander Hamilton, de la nueva república federal constitucional.
Ahora bien, en las últimas semanas el actual sistema monetarista liberal angloholandés mundial, que a escala global ejerce una forma de usura desenfrenada, además de prácticamente rabiosa, viene experimentando un proceso de autodesintegración. De modo que al presente nos debatimos ante el anticipado nuevo sistema mundial. La pregunta es: ¿representará la afirmación del Sistema Americano de economía política o una forma de caos infernal, una nueva Era de Tinieblas planetaria?
El Imperio Británico, con su patrón oro depredador, dominó al mundo la mayor parte de esos siglos, hasta que en 1931 se formó el Banco de Pagos Internacionales de Basilea, Suiza.
Así que, desde la época en que llegó a la Presidencia estadounidense Andrew Jackson, el compinche del traidor a EU y paniaguado de Londres Aaron Burr, hasta la elección del presidente Abraham Lincoln, agentes de Londres como Jackson, Martin van Buren, Polk, Pierce y Buchanan en general arruinaron la Presidencia misma. Sin embargo, tras la victoria contra los agentes confederados de Londres con el presidente Lincoln, emergimos como una potencia continental al interior de nuestras propias fronteras, una potencia que la fuerza militar externa no podía conquistar.
Sin embargo, aun entonces, cuando la reputación de la victoria que encabezó el presidente Lincoln propagó su influencia por Japón y el continente eurasiático, los asesinatos de presidentes elegidos y otras actividades subversivas reiteradamente debilitaron nuestro sistema político. Dos presidentes a los que se eligió y que encarnaban los instintos del frustrado instrumento británico que fue la Confederación, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson, nos arruinaron, hasta la elección del presidente Franklin Roosevelt.
Lyndon LaRouche es el único economista del mundo que pronosticó, con toda exactitud, la hecatombe económica y financiera que ahora se cierne sobre el mundo. Como LaRouche ha señalado, es posible que el sistema no llegue siquiera a octubre. (Foto: Stuart Lewis/EIRNS. Diseño: Alan Yue/EIRNS).
Inmediatamente después de darse a conocer la muerte del presidente Franklin Roosevelt, la facción liberal angloamericana cobró cada vez mayor control de la política nacional y exterior de nuestra república, a pesar de la seria advertencia que hizo el presidente saliente Dwight Eisenhower contra aquellas fuerzas de las reformas cesáreas en los asuntos militares a las que denominó el "complejo militar industrial", el mismo que metió a EU en dos series de guerras destructivamente largas (1964–1972 y 2003–2007), en las que cada una de ellas fue un eco de la antigua guerra del Peloponeso que destruyó a la civilización de la Grecia clásica y que, como ésta, se emprendió con el pretexto fraudulento de las mentiras que se profirieron desde lo más encumbrado de la república en cuestión.
Ahora tenemos la crisis de desintegración monetario–financiera global del agregado actual de los sistemas monetaristas del mundo, que al presente cobra impulso. En estos momentos el mundo es presa de lo que, de hecho, es una crisis sistémica mundial que tiene ciertas similitudes internas con la crisis de desintegración que azotó con todo a la Alemania de Weimar durante la segunda mitad de 1923, pero cuyo alcance es mundial, más que el de los efectos susceptibles de confinarse, al menos de manera temporal, a una sola nación.
Una crisis del dólar, con un marcado parecido con el "crac" de Wall Street de 1929, ya hizo mella a principios de octubre de 1987. Por desgracia para el mundo en general, por una decisión que tomaron entonces EUA y otros, la factura de la necedad que acarreó esa crisis bursátil de octubre de 1987 no llegó sino hasta aproximadamente dos décadas después. Esta vez, un proceso que recibió nombres como "globalización", "posindustrialismo" y el de la manía "neomaltusiana" anticientífica del "calentamiento global", ha generado un grado tal de hiperinflación a la John Law en los mercados crediticios, que la deuda financiera pendiente real excede con mucho los medios con los que cualquier procedimiento de bancarrota ordenado podría resistir una crisis de desintegración económica general de todo el sistema mundial.
Ya hemos pasado a una situación, esta vez a escala planetaria, que debe considerarse desde la perspectiva de su parecido con la llamada "Nueva Era de Tinieblas" que azotó a la civilización europea medieval a mediados del siglo 14.
Ante esta crisis mundial que ahora arremete, sólo cierta clase definida de reforma podría prosperar.
La reforma sistémica esencial
El actual sistema monetario mundial, con sus sistemas monetarios integrados, tiene que someterse a la protección supervisada de una reforma general mediante un proceso de bancarrota, por un período de varios años o más. Por tanto, todos los llamados sistemas monetarios independientes y de banca central relacionados deben supervisarse para su protección, y la autoridad de la que disfrutaban, cedérsele por completo a un concierto de acuerdos entre las autoridades de Estados nacionales perfectamente soberanos.
Tenemos que acreditar una red de sistemas de crédito soberano creada por gobiernos soberanos, que ha de echar mano de un conjunto interrelacionado de tratados entre naciones soberanas, acuerdos que, en efecto, restablecerán un sistema mundial de tipos de cambio fijos de las organizaciones convenidas. La intención inmediata de adoptar tales acuerdos ha de ser: a) remplazar los sistemas monetarios actuales del mundo con sistemas de crédito dirigido, del modo que el secretario del Tesoro Alexander Hamilton definió la banca nacional; b) desencadenar la expansión de largo plazo y a gran escala de la infraestructura físico–económica, pasar el acento de vuelta al empleo en las modalidades de progreso tecnológico con un uso intensivo de capital en las manufacturas, la agricultura y la ganadería independientes, el transporte colectivo de alta tecnología con acento en la magnetolevitación, el abasto mundial de agua dulce, la generación y distribución de electricidad y la producción sintética de combustibles de hidrógeno mediante la tecnología de fisión nuclear con una alta densidad de flujo energético, y en programas económicos, de salud y de salubridad impulsados por la ciencia.
El horizonte económico visible de semejante reforma abarca las dos generaciones de vida económica activa que se espera de los jóvenes que hoy pasan a la edad adulta. Como la mayor parte de la construcción de infraestructura necesaria y tareas relacionadas tendrá una maduración por el orden los 25 a 50 años, estamos en una situación al presente en la que los tratados de largo plazo entre gobiernos soberanos deben reconocer que lo que hagamos o dejemos de hacer a esos respectos necesariamente afectará a nuestras poblaciones por los próximos 50 años o más.
En vez de tener paridades flotantes, tenemos que permitir que los precios fluctúen dentro de un sistema de tipos de cambio fijos fundado en consideraciones de largo alcance, en especial la importancia de la protección del capital físico de largo plazo que se expresa en formas tales como la productividad y el mejoramiento progresivo de la calificación de la población.
Si podemos decidirnos a llevar a cabo tales acuerdos de emergencia entre naciones soberanas ahora, es probable que hayamos definido el futuro de esperanza para toda la humanidad, al menos por el milenio venidero.
Entre tanto...
Ningún esfuerzo debe desperdiciarse en tratar de ajustar el valor de lo que en esencia son acreencias monetarias ficticias. En lo inmediato, y por algunos años, tenemos que proteger lo que en estos momentos es esencial, como que las familias ocupen sus viviendas, el funcionamiento de los bancos autorizados localmente por los gobiernos nacionales o regionales, y otras cosas. Al presente no hay modo de determinar de manera fundada cuánto debe cobrarse por una propiedad. Eso sólo quedará más o menos claro en el transcurso de varios años o más. Entre tanto, la vida tiene que continuar; hay que proteger todas las funciones esenciales de la economía física y el bienestar de los hogares; debe dársele prioridad al crecimiento real del empleo productivo, en vez de al financiero–especulativo y en otros "servicios" dudosos. La función de y entre los gobiernos ha de ser la de asegurar que lo que es esencial marche, y que se alcance el crecimiento físico de la producción útil en tanto capital físico y elemento indispensable para toda la población.
Actualmente esto no podría lograrse con un procedimiento ordinario de bancarrota. El mero intento de tomar esa vía sería un desastre para todos los afectados. En cambio, tenemos que usar los "muros de contención" de emergencia de una reforma gubernamental para asegurar que se tomen las medidas físicas esenciales de apoyo a un ritmo de vida normal y una productividad física mejorada, con lo que de otro modo es una presión y tensión mínimas sobre una población que pretende reanudar tanto una vida estable, con sentido y de progreso en los hogares, como el movimiento de los negocios locales en sus respectivas comunidades. Tenemos que fomentar las iniciativas creativas y, por ende, las privadas que sean útiles, en vez de desalentarlas.