No puedo evitar una invencible
repugnancia moral al contemplar las portadas de los principales
periódicos españoles, ensalzando a la felizmente desaparecida Margaret
Thatcher, la “sangrienta Maggie” (Elton John) que humilló a los
trabajadores y los sindicatos de Reino Unido, con una malicia y un
encarnizamiento sin límites. Conocida como la “Dama de Hierro”, no creo
que fuera una Dama y, menos aún, de Hierro. Simplemente, era una mujer
desalmada que recurrió a la tortura y los asesinatos selectivos para
combatir a los republicanos de Irlanda del Norte. Apoyada por Ronald
Reagan, lanzó una cruenta ofensiva contra el Estado del Bienestar,
rescatando los escenarios de pobreza y desesperación de la Inglaterra de
Dickens. Bajó los impuestos a los ricos, recortó derechos laborales,
impulsó la privatización de la educación y la sanidad, garantizó la
impunidad de los mercados financieros para realizar sus operaciones
especulativas sin ninguna clase de cortapisa, intentó implantar un
impuesto de capitación o “poll-tax”, que ignoraba el principio de
fiscalidad progresiva (se establece una cantidad fija sin reparar en las
diferencias de renta, privando del derecho al voto a los que no puedan
pagar), respaldó la política exterior de Estados Unidos en los años
ochenta, cuando Washington orquestó espeluznantes genocidios en
Argentina, Chile, El Salvador o Guatemala, apoyó la guerra sucia contra
la Nicaragua sandinista, acusó a Nelson Mandela de ser un terrorista,
oponiéndose a las sanciones económicas contra el apartheid, pretendió
restablecer la pena de muerte, suprimió la leche gratuita en las
escuelas y envió al ejército británico a las Islas Malvinas para no
perder el control de una colonia con ricos recursos petrolíferos,
ocultando los crímenes de guerra cometidos durante una contienda que
costó más de 1.000 vidas humanas. Cuando le preguntaron a Ernesto
Cardenal, sacerdote nicaragüense y Ministro de Cultura de la Revolución
sandinista, qué había sentido al conocer la muerte de Anastasio Somoza
Debayle, dictador de Nicaragua y responsable de una brutal represión,
reconoció sin hipocresías que se había alegrado profundamente. Comprendo
ese regocijo, pues yo lo he experimentado al saber que habían acabado
los días de Margaret Thatcher. Sólo lamento que su fin no se haya
producido en una celda de la Corte Penal Internacional, pero casi todos
sabemos que ese destino se reserva para los dignatarios de países
tercermundistas. Margaret Thatcher añadió varios capítulos a la historia
universal de la infamia. Nunca responderá por sus crímenes, pero muchos
la recordarán saludando a Pinochet durante su arresto domiciliario en
Londres, confirmando con su gesto que nunca le importaron los derechos
humanos ni la libertad de los pueblos.
LA DESTRUCCIÓN DEL ESTADO DEL BIENESTAR
Nombrada
Baronesa Thatcher de Kesteven, en el condado de Lincolnshire, con
derecho vitalicio a un puesto en la Cámara de los Lores, Margaret
estudió Químicas en Oxford. Hija del propietario de dos tiendas de
comestibles, que ocupó la alcaldía de Grantham entre 1945 y 1946 como
candidato independiente, se educó en el metodismo, pero con una notable
influencia calvinista. Es evidente que asimiló la doctrina de Calvino
sobre el éxito material como señal de la gracia divina. Después de
casarse con el próspero empresario Denis Thatcher, realizó estudios de
Derecho, especializándose en materia tributaria. Comenzó su carrera
parlamentaria en 1959. En 1961, se opuso al Partido Conservador, que
pretendía abolir los castigos físicos en las escuelas. Margaret afirmó
que la desaparición de este método tradicional de educar a los más
jóvenes, malograría a las futuras generaciones, fomentando la molicie y
la indisciplina. En 1966, declaró que la subida de impuestos
propugnada por el Partido Laborista constituía un avance “no sólo hacia
el socialismo, sino hacia el comunismo”. En su opinión, la bajada de
impuestos era un excelente estímulo para el trabajo duro y las ayudas
sociales sólo servían para instalar a los ciudadanos en la pereza y el
parasitismo. En 1970, la victoria del Partido Conservador en las
elecciones generales le proporcionó el cargo de Ministra de Educación y
Ciencia. Su gestión se basó en recortar el gasto, escatimando hasta el tercio de leche gratuita que se repartía en las escuelas. Cuando pasó a la oposición, su presencia se hizo habitual en los almuerzos del Institute of Economic Affairs, un think tank
creado por el empresario Antony Fisher, discípulo de Hayek. Influida
por el neoliberalismo irredento de ese círculo, su discurso político se
radicalizó, convirtiendo la demolición del Estado del Bienestar en su
objetivo principal. Desde entonces, pidió menos impuestos, menos
intervención estatal, flexibilidad laboral (un eufemismo para reducir
salarios e indemnizaciones por despido), más libertad para los
empresarios y los consumidores (otro eufemismo, que esconde una agresiva
desregulación concebida para beneficiar a las grandes empresas y
penalizar a los pequeños negocios) y una oposición firme contra el
“imperialismo soviético”.
Cuando se planteó su
candidatura para el cargo de Primera Ministra, surgió el inconveniente
de su voz aguda y estridente, semejante a la de una tiza deslizándose
por una pizarra. Laurence Olivier se ofreció a mejorar su dicción,
restándole dureza y eliminando su acento provinciano. En 1979, el
alto desempleo posibilitó la victoria de Thatcher. Con un notable
cinismo, citó la famosa “Oración de San Francisco” ante la puerta del
número 10 de Downing Street: “Donde hay discordia, llevaremos armonía.
Donde haya error, llevaremos la verdad. Donde haya duda, llevaremos la
fe. Y donde haya desesperación, llevaremos la esperanza”. Pese a
declarar que “las minorías añaden más riqueza y variedad a Gran
Bretaña”, una de sus primeras medidas consistió en limitar el flujo de
inmigrantes asiáticos, “mucho más difíciles de integrar que húngaros,
polacos o sudafricanos blancos”. Partidaria del monetarismo y las
doctrinas de Milton Friedman, bajó los impuestos directos y subió los
indirectos. Sus presupuestos incluyeron drásticas reducciones en
servicios sociales, educación y vivienda. Su política educativa despertó
la indignación de la Universidad de Oxford, que se negó a concederla el
título honorífico de Doctor Honoris Causa, incumpliendo una vieja
tradición reservada a los antiguos alumnos que habían accedido al puesto
de Primer Ministro. Thatcher incrementó en un 53% el gasto en materia de orden público, mientras rebajaba casi en un 70% las ayudas a la vivienda.
Aunque el petróleo del Mar del Norte y la bajada de precios de las
exportaciones de los países del Tercer Mundo permitió mantener a flote
la economía, el número de desempleados en 1984 alcanzó la cifra récord
de 3’3 millones. Margaret Thatcher afrontó las críticas, asegurando en
un discurso ante el Parlamento que no rectificaría ni un ápice: “¡Puedes
girar, si lo deseas –declamó, leyendo un texto del asesor y guionista
de cine Ronald Millar-, pero la dama no girará ni cambiará de rumbo!”.
En esas fechas, Thatcher creó la Social Market Foundation, un think tank ultraliberal, que se acabó convirtiendo en un verdadero lobby, con “un poder casi dictatorial”.
LA LUCHA CONTRA LOS SINDICATOS
La Dama de Hierro consagró una
buena parte de sus energías a destruir el poder de los sindicatos. Y,
según la BBC, lo logró, hasta el extremo de conseguir que su influencia
retrocediera “casi una generación”. Su intransigencia se hizo
particularmente odiosa durante la huelga de mineros de 1984-1985. Después
de ordenar el cierre de 20 de las 174 minas de propiedad estatal, lo
cual implicaba enviar al paro a 20.000 de los 187.000 mineros, se negó a
negociar y declaró que el Reino Unido luchaba “contra un enemigo
interno, más difícil de combatir y más peligroso para la libertad y la
democracia”. Después de un año de huelga, la Unión Nacional de
Mineros cedió y se llegó a un acuerdo que implicó el cierre de 25 minas.
En 1992, se habían cerrado 97 y el resto habían sido privatizadas. Al
final, se cerraron 150, lo cual acarreó la destrucción de 10.000 empleos
y el hundimiento en la miseria de comunidades enteras. El conflicto
costó al país 1’5 millones de libras esterlinas y debilitó a la libra
frente al dólar estadounidense. No todas las minas perdían dinero, pero
eso no impidió su cierre. Thatcher se aprovisionó de combustibles y
equipó a la policía para reprimir contundentemente las protestas. Las
cuencas mineras vivieron momentos de increíble violencia que recordaban
el ambiente represivo de las dictaduras del Cono Sur. La política de
privatizaciones no fue menos despiadada. Thatcher privatizó el agua,
el gas y la electricidad, sin mejorar la competitividad de los servicios
y enriqueciendo a las empresas que adquirieron la propiedad de estos
sectores estratégicos. Al mismo tiempo, abolió las restricciones
sobre el mercado de capitales y estimuló la especulación financiera. La
contrarrevolución neoliberal sentó las bases de un futuro que ahora
sufrimos como una incontenible espiral de pobreza y exclusión.
TERRORISMO DE ESTADO EN IRLANDA DEL NORTE
En Irlanda de Norte, Margaret
Thatcher se negó a reconocer estatus de presos políticos a los
activistas del IRA Provisional, suprimido por los laboristas en 1976, y
no se inmutó cuando la huelga de hambre iniciada en la Prisión de Maze
en 1981, acabó con la vida de Bobby Sands y otros nueve activistas. La
violencia en Irlanda del Norte se disparó y Danny Morrison, político
del Sinn Féin, afirmó que Thatcher era “la bastarda más grande que hemos
conocido”. La Primera Ministra sobrevivió al atentado del IRA
Provisional en el Hotel Brighton, donde se había reunido el Partido
Conservador para acudir a una conferencia. Cinco personas murieron, pero
Thatcher no sufrió daños de ninguna clase. La crudeza de este atentado
sólo es el reflejo de una política represiva que incluía la tortura, el
aislamiento y la orden de disparar a matar contra los activistas del IRA
Provisional. El 6 de marzo de 1988, una unidad del SAS (Special Air Service)
disparó contra tres miembros del IRA en mitad de una calle de
Gibraltar, gracias a la colaboración del gobierno de Felipe González,
que informó sobre su presencia en el peñón. Se alegó que uno de los
activistas hizo un movimiento sospechoso para extraer un arma o accionar
un detonador a distancia, pero tras examinar los cadáveres se comprobó
que se hallaban completamente desarmados. Las víctimas eran Danny
McCann, Sean Savage y Mairéad Farrell. Mairéad Farrell fue la primera
mujer que se negó a vestir el uniforme de la prisión cuando fue
detenida en 1976 por su militancia en el IRA Provisional. No salió en
libertad hasta 1986, pero en esos diez años mantuvo una actitud valiente
y comprometida, secundando la Protesta Sucia y la Huelga de Hambre de
sus compañeros masculinos de la Prisión de Maze y logrando la
participación de otras presas republicanas. Danny McCann murió por
el impacto de cinco balas. Sean Savage recibió dieciséis disparos y
Mairéad Farrell ocho, uno de ellos en la cara. Varios testigos
aseguraron que el comando del SAS no realizó ningún aviso y los remató
en el suelo. En septiembre de 1995, el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos, con sede en Estrasburgo, condenó al Reino Unido por violar el
artículo 2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que
garantiza el derecho a la vida. En su momento, Margaret Thatcher se negó
a investigar los hechos y cuando un periodista le preguntó sobre el
tema, contestó desafiante: “Yo he disparado”. En el Parlamento, un
diputado laborista interpeló a la Primera Ministra, que sólo respondió:
“En esta casa, nunca discuto sobre asuntos relativos a las Fuerzas de
Seguridad”. Durante los once años de gobierno de la Dama de Hierro,
el SAS mató a 40 republicanos norirlandeses en emboscadas. Algunos
medios afirmaron que el gobierno de Thatcher había ordenado disparar a
matar, sin ofrecer la posibilidad de entregarse.
El director de cine Ken Loach denunció estos crímenes en Agenda oculta
(1990), basándose en las conclusiones del policía británico John
Stalker, cuyas investigaciones sobre las muertes provocadas por el SAS y
la Royal Ulster Constabulary corroboraban que la orden de disparar a
matar no era un rumor, sino un hecho incontestable. Stalker también
apuntaba indicios de un complot de la OTAN para desalojar del gobierno a
los laboristas y entregar el poder a un candidato del Partido
Conservador dispuesto a seguir las directrices de Estados Unidos y
defender los intereses de las oligarquías financieras. Evidentemente, se
trataba de Margaret Thatcher. El gobierno expulsó a Stalker de la
policía y le prohibió hacer públicas sus conclusiones, utilizando
chantajes y amenazas. Años más tarde, declararía que la situación de los activistas del IRA en las cárceles británicas era similar a la de los presos de Abu Ghraib.
EL ESPÍRITU DE LAS MALVINAS
En política exterior, Margaret
Thatcher secundó a Estados Unidos en la “Guerra Fría” contra la Unión
Soviética. No puedo probar que fuera un peón de la OTAN como afirman
Stalker y Ken Loach, pero lo cierto es que respaldó la iniciativa de
desplegar misiles de crucero y misiles balísticos nucleares en Europa
Occidental. Además, triplicó las fuerzas nucleares británicas, comprando
misiles balísticos intercontinentales para submarinos de fabricación
norteamericana. La pionera de la austeridad desembolsó 12.000 millones
de euros de la época, mientras recortaba más y más “las perniciosas
ayudas sociales”. Al mismo tiempo, establecía un trato comercial
exclusivo con Sikorsky Aircraft Corporation, subsidiaria del conglomerado de empresas norteamericanas United Technologies Corporation, con sede en Hartford, Connecticut. Sikorsky Aircraft Corporation
es una empresa dedicada al diseño y construcción de helicópteros, con
las tecnologías más avanzadas para uso comercial y militar. Michael
Heseltine, ministro de Defensa británico, dimitió por considerar que
Margaret Thatcher favorecía los intereses de la Sikorsky Aircraft Corporation, despreciando cualquier otra opción y obrando por motivos poco éticos.
La Dama de Hierro presumía de
su amistad con el presidente sudafricano Pieter Willem Botha. De hecho,
le invitó al Reino Unido en 1984 y calificó al Congreso Nacional
Africano de Nelson Mandela de “típica organización terrorista”. Su
visceral anticomunismo no le impidió enviar al SAS a entrenar a los
jemeres rojos para que lucharan contra la República Popular de
Kampuchea, apoyada por Vietnam, pues entendió que el gobierno de Hanói
era mucho más peligroso para los intereses occidentales. La utopía
campesina de los jemeres rojos estaba abocada al fracaso y, en cambio,
Vietnam disfrutaba de una prosperidad económica que lo situaba a las
puertas de los países desarrollados, lo cual significaba una amenaza
para los intereses occidentales en la región. La oposición de
Thatcher a la integración europea sólo fue un efecto de su sumisión a
Estados Unidos, pues creía firmemente en la creación de un Bloque
Atlántico liderado por sus aliados norteamericanos y en ningún caso
quería colaborar con la creación de una Europa social. En abril de
1986, permitió que los F-111 estadounidenses utilizaran las bases de la
Royal Air Force para bombardear Libia y participó en la Primera Guerra
del Golfo, que causó alrededor de 40.000 bajas iraquíes, si bien la
coalición de 31 países liderada por Washington falseó las estadísticas
para ocultar el intolerable sufrimiento de la población civil.
El 2 de abril de 1982, la Junta
Militar que gobernaba Argentina intentó esconder el genocidio perpetrado
contra la izquierda (30.000 asesinatos extrajudiciales), ocupando las
Islas Malvinas, Puerto Stanley, las islas Georgias del Sur y el grupo de
pequeñas ínsulas conocidas como Islas Sandwich del Sur. El 21 de mayo
los ingleses desembarcaron en la bahía de San Carlos y el 14 de junio
Argentina se rindió. Durante la guerra, se produjeron 225 bajas
británicas y 649 argentinas, la mitad de ellas cuando el submarino
nuclear HMS Conqueror hundió el crucero ARA General Belgrano, que se
encontraba en el área de exclusión militar de 200 millas establecida por
el Reino Unido. La orden del hundimiento partió del gabinete de
guerra presidido por Margaret Thatcher que se había reunido horas antes
en la residencia campestre de Checkers, situada en las cercanías de
Londres. El presidente peruano Fernando Belaúnde Terry estaba realizando
gestiones de paz y había obtenido ciertos avances, pero Thatcher quiso
enviar el mensaje de que la victoria sólo podía ser incondicional y
rotunda. Sabía que sólo de ese modo lograría el impulso que necesitaba
para continuar su carrera política, por esas fechas muy dañada por los
altos índices de paro y malestar social. Murieron 323 tripulantes del
ARA General Belgrano, la mayoría soldados jóvenes, con escasa
experiencia militar, y algunos en fase de formación (es decir,
estudiantes). Se acusó a Margaret Thatcher de cometer un crimen de
guerra, pero nadie se planteó iniciar una acción judicial. Testimonios
posteriores, relataron ejecuciones sumarias, torturas y mutilaciones
perpetradas por las tropas británicas. En 1992, Vincent Bramley, excombatiente británico, publicó el libro Viaje al infierno,
donde narraba fusilamientos, malos tratos, atrocidades y una larga
lista de abusos. En 1994, el cabo argentino José Carrizo afirmó que
había sobrevivido a un fusilamiento en Monte Longdon, donde perdieron la
vida nueve soldados, ametrallados sin piedad. Nunca se realizó una
investigación internacional que verificara los hechos. La justicia
británica se limitó a recoger testimonios indirectos y declaró que no
había pruebas concluyentes. Lejos de afligirse por la pérdida de vidas
humanas, Margaret Thatcher reivindicó el “espíritu de las Malvinas” como
un ejemplo de su talante combativo e inflexible.
Desde el principio de su
mandato, la Dama de Hierro se mostró partidaria de llevar lo más lejos
posible la política de recortes sociales. Cuando le presentaban los
presupuestos, siempre repetía: “No son lo bastante duros”. Mantuvo
la misma actitud en Irlanda del Norte, participando personalmente en la
elección de las armas destinadas a la Royal Ulster Constabulary.
Chovinista, antifeminista (“¿Qué han hecho los movimientos de liberación
de la mujer por mí? Algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a
ellas se les ocurriera pensar sobre el tema”) y racista (nunca disimuló
su desagrado hacia la inmigración de origen asiático o africano), sus
partidarios sostenían que había mejorado la situación económica del
Reino Unido, pero los datos indican lo contrario. Alérgica al diálogo y
la negociación (“No soy una política de consenso. Soy una política de
convicciones”, “No me importa cuánto hablen mis ministros mientras hagan
lo que yo quiero”), reivindicó la meritocracia para justificar las
desigualdades y repudió cualquier planteamiento comunitario y solidario
(“No existe nada llamado sociedad. Hay hombres y mujeres y hay
familias”). En Escocia, desmanteló la minería, la industria naval y
metalúrgica y el sector del automóvil, arrojando a la pobreza a miles de
familias. Es cierto que incrementó del 7% al 25% el número de
propietarios de acciones y promovió que un millón de familias compraran
las viviendas sociales facilitadas en régimen de alquiler por los
anteriores gobiernos laboristas, pero su “capitalismo de casino”
incentivó las maniobras especulativas del mercado de capitales,
estableciendo un modelo económico que favorecía la aparición de burbujas
financieras y sus inevitables pinchazos, verdaderos tsunamis que
posteriormente han devastado la economía de regiones enteras. Al
relegar la industria y el trabajo productivo, el movimiento de divisas y
las inversiones de alto riesgo reemplazaron a la economía real. Las
consecuencias de este cambio definen el mundo actual, lastrado por una
crisis inacabable, que comienza a despuntar como un nuevo sistema, con
intenciones de perpetuarse y servir de pretexto permanente para
restringir libertades e imponer a los trabajadores unas condiciones
laborales abusivas, abandonando a su suerte a los más infortunados.
UN LEGADO DE MISERIA Y DESESPERANZA
En World orders old and new
(1994), Noam Chomsky cita al economista Wynne Godley para señalar que
<>. Más adelante, añade Chomsky: “En 1993 la prensa informó que
una cuarta parte de la población, incluyendo al 30% de los niños y los
adolescentes menores de dieciséis años, subsistía con menos de la mitad
de la renta media, una cifra similar a la del nivel oficial de pobreza. La
renta de las familias más pobres experimentó una reducción del 14%.
Entre 1979 y 1993, las desigualdades crecieron vertiginosamente,
superando incluso al aumento de la desigualdad en los Estados Unidos de
Reagan. La comisión británica para la justicia social reveló que la
desigualdad de rentas era mayor que cien años atrás. Un estudio de la
organización benéfica Action for Children reveló que la distancia entre ricos y pobres era mayor que en la época victoriana y en algunos aspectos peor: “Un
millón y medio de familias no pueden sufragar el coste de proporcionar a
sus hijos la misma dieta que recibía una criatura de la misma edad en
un hospicio de Bethnal Green en 1876”. Un informe de la Comisión
Europea afirmaba que durante la década de los ochenta Gran Bretaña se
convirtió en uno de los países más pobres del continente, situándose
después de Italia y de algunas regiones españolas. El Financial Times
señaló que Gran Bretaña había ingresado en “el asilo de los pobres” y
que junto a España, Portugal, Irlanda y Grecia era “técnicamente lo
bastante pobre como para solicitar fondos estructurales a la Comunidad
Europea”>>.
LA BRUJA HA MUERTO
Hace unos años, Manuel Vicent
escribió una brillante semblanza de la sangrienta Maggie: “Mientras
Margaret Thatcher planchaba a los sindicatos, privatizaba a las empresas
públicas, se enfrentaba a las huelgas y entronizaba el neoliberalismo
más salvaje, desde Downing Street se dirigía a la Cámara de los Comunes
con el bolso de cocodrilo charolado como el mismo espíritu con que iba a
la tienda de ultramarinos de su padre. Fue el gran festín del
librecambio con los perros de la codicia humana ladrando en el corazón
del dinero. Pero aquella fiesta se convirtió en el baile maldito de esta
durísima crisis económica. Ninguna de las hormigas y piojos humanos con
los que se cruza en la acera, hoy sometidos al paro más despiadado,
reconoce a esa anciana encorvada, que en realidad es la principal
responsable de su miseria.” Educada en un estricto metodismo que en su
infancia le prohibió jugar con su hermano durante el día del Señor y,
más adelante, acudir a las fiestas con chicos del sexo opuesto, Thatcher será recordada por muchos como una mujer perversa, cínica y manipuladora.
Aunque acudan más de 2.000 personalidades a su funeral (algo semejante
sucedió con Wojtyla y Teresa de Calcuta, dos personajes nefastos que
impulsaron el fanatismo religioso, la desmovilización política de los
pobres y la inocua caridad en detrimento de la justicia y la
solidaridad), miles de ciudadanos anónimos ya han celebrado en la calle
su desaparición, repitiendo el lema: Ding Dong, the witch is dead! (¡La bruja ha muerto!). La frase procede de la canción cantada por Judy Garland en El Mago de Oz para
celebrar la muerte de la malvada Bruja del Este. Convertido en símbolo
de las protestas, el tema se ha situado en el top 10 de ventas. En
Londres, Glasgow y otras ciudades las manifestaciones de alegría son
incontenibles. En Brixton, un barrio obrero, multirracial y
profundamente deprimido por los despiadados recortes sociales de
Thatcher, la gente se arrojó espontáneamente a la calle para festejar la
noticia. Una mujer de Liverpool recordó su triste niñez, cuando sus
padres y los de sus amigos se quedaron sin trabajo por el cierre de los
muelles. Un profesor jubilado de enseñanza media la acusó de reavivar
la lucha de clases, calificándola como “una de las mayores y más viles
abominaciones en la historia social y económica”. “Su muerte –añadió,
sin ocultar su júbilo- es “un momento para recordar”. Maggie ha
muerto, pero su herencia sigue viva. Ese legado se llama revolución
neoliberal y miles de desdichados continúan sufriendo por su abyecta
política, prolongada por sus sucesores. El laborista Tony Blair
profundizó aún más la brecha social, con nuevos recortes y una agresiva
política exterior. David Cameron está finalizando la tarea, enterrando
los últimos vestigios del Estado del Bienestar. Jonh McCullagh compuso la canción “ I’ll Dance On Your Grave Mrs Thatcher”.
Finalizo este artículo escuchando el tema y no puedo evitar
emocionarme, pues yo también desearía bailar sobre la tumba de la mujer
que robó la leche a los niños, envió al paro a millones de trabajadores y
ordenó el asesinato a sangre fría de los patriotas norirlandeses.
Espero que no encuentres la paz en un hipotético más allá. Somos muchos
los que te recordaremos con ira y desprecio. Ojalá nunca hubieras
existido. Tu nombre siempre será un sinónimo de crueldad, malicia e
insensibilidad. Goodbye, bloody Maggie!
RAFAEL NARBONA