IGNACIO CAMACHO
El tunel del tiempo.
MARBELLA.- Al caer la tarde de un día cualquiera del mes de agosto, un espectacular Rolls Royce de color violeta y verde con la capota descubierta irrumpe en el atasco de la Milla de Oro desde la entrada del Marbella Club.
En el asiento trasero del vehículo, una mujer madura y muy hermosa, con los ojos cubiertos tras unas gafas de sol negras, sonríe con un mohín a los irritados automovilistas atrapados en el colapso mientras el chófer maniobra para colocar la proa del cochazo, con su inconfundible estatuilla alada, en dirección a Puerto Banús. La dama es Lita Trujillo, viuda del hijo del dictador dominicano, una de las históricas pioneras del glamour marbellí, de la leyenda dorada de esta ciudad de la Costa del Sol que vive ahora, a cuatro veranos del fin de siglo, una etapa llena de destellos de bienestar envueltos en la incógnita sobre el signo del futuro.
Esa misma tarde, en una gasolinera de San Pedro de Alcántara cercana a la urbanización de lujo de Guadalmina, otra mujer rubia paga el periódico, el combustible y un paquete de tabaco con una Visa Oro que el empleado recoge sin pestañear para pasarla por el datáfono. Es Cari Lapique, esposa de Carlos Goyanes, habitual de las páginas de la prensa del corazón.
Unos centenares de metros más allá, envuelta en un pareo y parapetada tras las imprescindibles gafas oscuras, Marisa Yoldi de Borbón regresa andando de la playa con sus cosas en un bolso de paja, sintiéndose reconocida por los bañistas que la miran de reojo al cruzarse con ella.
A la misma hora, en la gestoría Bocanegra, situada justo frente al Club Financiero desde el que el alcalde Jesús Gil dirige sus negocios y los asuntos de la ciudad -casi siempre mezclados de modo indisoluble-, dos hombres en bermudas salen hablando en ruso del despacho del gestor, especialista en tramitación de permisos de residencia. Han ido a informarse de los requisitos para comprar propiedades en la zona, el último fenómeno de inversión que ha activado, entre sospechas de blanqueo de dinero, el mortecino mercado inmobiliario de la costa. Un mercado que Gil quiere explotar a base de especulación dura, como la que ha convertido los solares colindantes con Puerto Banús en un dinámico complejo comercial de horrísona fisonomía, con cines, un Corte Inglés y espantosas fachadas de locales y edificios llenos de neón, hormigón y cristales, aplastando la armonía mediterránea del entorno portuario.
Esto es Marbella en el verano de 1996. Una ciudad -en el sentido americano: un continuo urbano diseminado por un enorme término alrededor del casco propiamente dicho- en la encrucijada entre su vieja identidad de centro vacacional de lujo y un futuro poco claro de especulación salvaje al viejo estilo de los años sesenta y setenta.
Un entorno en el que juegan al golf y conviven los antiguos residentes de la «jet» tradicional, la misma que en invierno esquía en los Alpes o se baña en Miami o Punta del Este, junto a la alta burguesía nacional y una mezcla heterogénea de millonarios jubilados alemanes y británicos, árabes de vida reconcentrada en sus enormes propiedades decoradas a todo tren, italianos con dinero de oscura procedencia y, últimamente, rusos dispuestos a comprar todo lo que se ponga a tiro en un enloquecido frenesí inversor.
Los supervivientes
Cada noche, los restaurantes de lujo se llenan de una clientela selectiva que más tarde se desparrama en los rompeolas de las fiestas privadas, mientras en Puerto Banús se concentra una multitud llegada de toda la costa bajo el obsesivo reclamo del glamour y la fama; una masa hormigueante que se retrata ante los enormes yates fondeados en el pantalán principal, mira boquiabierta el despampanante desfile de coches y mujeres y saca las instamatics o los vídeos en cuanto atisba la jeta de cualquier habitual de la tele o la prensa del colorín, el Jesús Puente, el Dado Lecquio o la Terelu Campos de turno, prácticamente los últimos supervivientes de un colectivo humano que hace tiempo decidió retirar las luminarias del lujo a un ámbito más íntimo y menos llamativo.
En los años ochenta, en la época feliz del «pelotazo» y la ostentación, los socialistas soñaban con hacer de la Costa del Sol la California europea, y de Marbella una especie de Santa Mónica en cuyas hermosas laderas bajo la Sierra Blanca descansarían plácidamente los grandes dinosaurios del dinero. Eran los tiempos en que, según Solchaga, España era el país en que se podía ganar más dinero en menos tiempo, y los beneficiarios de ese paraíso especulativo se gastaban los excedentes en grandes fiestas cuyos fuegos artificiales despertaban a los lobos en la sierra y se elevaban sobre la plata untuosa -Josep Pla dixit- del Mediterráneo.
Pero ahora pintan bastos en vez de oros; Kashogui, el dueño orgulloso de la finca Al Baraka y el yate Nabila, el de los grifos de oro, se conforma con un pisito en Puerto Banús tras haber pasado por una cárcel norteamericana. Es el símbolo de los tiempos; a la vieja religión del placer y del dinero ha sucedido el encanto moderado de la discreción y la intimidad.
Burguesía temerosa
Sólo Jesús Gil parece no entenderlo. Apoyado por un conglomerado de burguesía temerosa -comerciantes, hosteleros, constructores- y de inversores extranjeros con las manos llenas de dinero negro, quiere convertir el viejo sueño de California en una Miami mediterránea en la que vegeten al sol los jubilados de oro de Europa, los rusos enriquecidos en el neocapitalismo más duro y los últimos especuladores que aspiran a exprimir apresuradamente las rentas del fin de siglo.
Una estética de relumbrón y brillos horteras, de cadenas de oro y cardados con mechas, de metacrilato y mármol, de fachadismo y oropel envuelve en el halo de un falso esplendor la suave decadencia de un mundo que se resiste a reconocer la eficacia de la vieja máxima lampedusiana. En la Marbella de 1996, los espíritus más atentos ya están preocupados ante la evidencia de que todo está cambiando para que nada vuelva a ser igual.
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La nostalgia de la dama de noche
Llegó a Marbella hace 30 años, buscando como una judía un refugio para el éxodo errante de la estirpe de los Trujillo. Entonces Marbella era sólo la idea ensoñada de Alfonso de Hohenlohe, el encanto flamante de Los Monteros y del Marbella Club, donde se quedó a vivir y a ver crecer cada año la explosión de una moda imparable.
Ahora, al cabo de tres décadas que parecen no haber pasado por su belleza oscura y turbadora, Lita Trujillo entorna los ojos mientras el Rolls circula lentamente entre el resplandor de las luces horteras del complejo Costa Marbella y el horripilante alfanje luminoso que Gil ha hecho trazar en los jardines que rodean el palacio del rey Fahd, frente a Puente Romano.
«Hay una canción americana que dice algo así como "no puedes quitar esto de mi memoria". Eso es exactamente lo que yo pienso al ver todo este horror. Nadie podrá quitarme el olor del jazmín y la dama de noche, la historia que hay encerrada en cada piedra del casco antiguo». La nostalgia de esta dama que conoció el verdadero esplendor de la «jet-set», una mujer que ha caminado por las aceras de Saint Tropez y de Hollywood como por el jardín de su casa, se derrama en un suspiro cuando evoca el universo artificial de la Marbella de ahora mismo, un escenario de mármol en el que las antiguas reinonas como Soraya o Gunilla sobreviven entre un vaivén de liftings, maquillaje o alcohol. «Quizá ahora puedan cambiarlo todo, pero no podrán quitarnos nunca la memoria».
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