miércoles, 16 de enero de 2008

España como superestructura



Por Miguel Ángel Quintanilla Navarro
http://www.libertaddigital.com/ilustracion_liberal/articulo.php/463
¿Qué es el superestructuralismo?

Desde 1996 se ha desarrollado intensamente una forma de entender la vida política española que ya existía en estado de latencia desde algunos años antes pero no había alcanzado la difusión y la virulencia que ha adquirido últimamente. Esta manera de comprender la política española, a la que denomino superestructuralismo, se caracteriza por afirmar las siguientes proposiciones:

a.) España no es una nación sino un Estado cuyo origen es la Constitución de 1978.

b.) El proceso de transición a la democracia en España que tuvo lugar durante los años setenta fue una farsa. En realidad, lo que llamamos transición no fue más que una parodia que permitió a los detentadores del poder durante el franquismo (es decir, a quienes lo ostentaban ilegítimamente) convertirse en detentadores del poder después del franquismo mediante un proceso de camuflaje en el que las papeletas de votación hicieron de hojarasca. Los franquistas eludieron la ruptura de su régimen, se mimetizaron con los demócratas y consiguieron mantener su dominio mediante el uso fraudulento de las instituciones democráticas. El proceso constituyente no fue tal, sino que durante el mismo la derecha, protegida por el ejército y por otros poderes, impuso sus criterios y sus valores al resto de participantes, que tuvieron que aceptar lo que se les ofreció. La Constitución —o más exactamente, lo que los constitucionalistas suelen llamar bloque de constitucionalidad (Constitución más estatutos de autonomía más jurisprudencia del Tribunal Constitucional)— no es el resultado de un pacto libre, sino de una imposición de la derecha sobre el resto. Este tipo de razonamiento puede adoptar formas más o menos académicas según el momento.

c.) Por detrás de la vida política aparente discurre una vida política real que es contradictoria de aquélla y esencialmente corrupta y antidemocrática. La forma del poder no muestra el poder sino que lo oculta. Parlamentos, elecciones, magistraturas, y cualesquiera otras instituciones que forman parte del sistema político español son sólo trampantojos que engañan a los incautos que creen que en España las cosas cambiaron con la muerte de Franco. Lo que cambió fue sólo lo necesario para que todo siguiera igual.

d.) Puesto que nada ha cambiado pero parece que sí, la política no debe consistir en actuar de buena fe en las instituciones, sino en desenmascarar lo que está pasando, en desvelar el engaño. De hecho, una de las ocupaciones más queridas por los superestructuralistas es la detección de “tics” autoritarios, pequeños gestos inconscientes que delatan lo que verdaderamente nos pasa o lo que verdaderamente somos. Alguien que parece demócrata se revela como antidemócrata a través de un tic que el político superestructuralista detecta y expone al público como una prueba más de que las cosas y las personas no son lo que parecen. El político superestructuralista ocupa las instituciones transitoriamente y mientras llega el verdadero cambio que está pendiente; estar en un parlamento puede ser útil para difundir más eficazmente la única verdad que importa —que todo es un engaño— pero no puede constituir un acto que legitime las instituciones que son ocupadas. La política no debe ser pacto ni transacción sino denuncia y desestabilización, difusión de una sospecha general e inconcreta acerca de las instituciones y de quienes las dirigen, o, en su vertiente intelectual más suave, revisionismo, impugnación del pacto constitucional.

e.) La violencia política ha de entenderse como el resultado de la gran farsa constituyente. Quienes han hurtado el poder mediante procedimientos arteros y han diseñado luego unas instituciones represivas, no representativas, no pueden sorprenderse de que haya quien se decida a procurar cambiar las cosas por el único camino que le queda: mediante la violencia. La violencia política es responsabilidad de quienes mandan y no deberían mandar, que empujan a los violentos a una situación desesperada. La queja de quienes ejercen la violencia hacia quienes mandan no es sólo por hacerles padecer un régimen opresor, sino por obligarlos a ser terroristas. Los superestructuralistas no violentos (que son la mayoría) reclaman que se aprecie el esfuerzo que hacen para no darse a la lucha violenta e incluso pedir a quienes la ejercen que dejen de hacerlo, aunque suelen advertir de que, de seguir las cosas así y no producirse un cambio significativo, les será difícil mantener y recomendar una actitud tan templada. Su excelencia moral —dicen— tiene un límite.

f.) España es hoy una ficción que es sostenida mediante la amenaza, la violencia y la represión. Cualquier símbolo nacional español lo es de esa ficción y de esa violencia, y cualquiera que haga uso de los símbolos de España debe ser considerado promotor de esa agresión. Quienes afirman que existe un modo limpio y valioso de entender a España como nación lo único que hacen es prolongar y sofisticar un poco más el gran engaño de 1978. Ser español es un estigma, no un orgullo ni una afortunada casualidad, ni nada que pueda expresar sentimientos o ideas apreciables.

g.) La pérdida del Gobierno de la Nación por el Partido Socialista en 1996 confirma las sospechas del superestructuralismo y le proporciona una evidencia incontestable. Los resultados electorales de 1996 y de 2000 no fueron el fruto de unas elecciones limpias en las que los votantes mostraron libremente sus preferencias políticas, sino el final de la gran farsa: la vuelta de la derecha al poder, o más bien el reconocimiento descarado de que nunca se había ido. No hay solución de continuidad entre la derecha de los años noventa y el franquismo de los setenta, ni entre éste y el de 1936.

El superestructuralismo español —definido por las afirmaciones anteriores— adopta tres formas, una de izquierda, otra nacionalista y otra de izquierda y nacionalista. En el superestructuralismo de izquierda hay al menos dos referencias teóricas claras, aunque su uso sea confuso y muchas veces inconsciente, y haya experimentado numerosas actualizaciones. Estas referencias pueden ser sintetizadas mediante los siguientes textos:

1.)“El rico, acuciado por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás haya entrado en mente humana: fue emplear en su favor las fuerzas mismas de quienes lo atacaban, hacer defensores suyos de sus adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como contrario le era el derecho natural [...]: “Unámonos, les dijo, para proteger de la opresión a los débiles, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece [...]”.Tal fue, o debió ser, el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación un derecho irrevocable y sometieron desde entonces, para provecho de algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.”
(Rousseau, El Contrato Social)
2.) “Mis estudios me llevaron a la conclusión de que las relaciones legales y las formas de estado no podían ser entendidas por sí mismas, ni explicadas por el llamado progreso general del espíritu humano, sino que están arraigadas en las condiciones materiales de vida, resumidas por Hegel [...]con el nombre de “sociedad civil”; la anatomía de esa sociedad civil debe ser analizada por la economía política”.
(Marx, Crítica de la Economía Política)

Los conceptos que expresan estos dos textos son, a juicio de los superestructuralistas de izquierda, directamente aplicables a la España contemporánea. El pacto de 1978 fue una aplicación del primer contractualismo rousseauniano (el contrato que no es social sino lo contrario) y su resultado es una construcción legal, institucional y moral hecha a la medida de intereses privados que se hacen pasar por interés general o nacional: España es una superestructura. En el superestructuralismo nacionalista la teoría importa menos que poder contar una historia que explica el sojuzgamiento de la nación propia a manos del secular expansionismo español, del cual el franquismo ( y en consecuencia el actual sistema político español, puesto que —se dice— éste es lo mismo que aquél) es la expresión más reciente. No obstante, en ocasiones el caso español puede ser expuesto junto a otros, como el francés. Por último, el superestructuralismo nacionalista y de izquierda mezcla los conceptos de los dos anteriores, o “localiza” los conceptos del superestructuralismo de izquierda.


¿Qué hace el superestructuralismo?


La presencia y el arraigo crecientes entre nosotros de este tipo de pensamiento pueden ser considerados como uno de los fenómenos más notables de la política española contemporánea y como uno de los más perniciosos, porque quien adopta este punto de vista se sitúa al margen de la disputa política leal y abierta, al imputar al oponente político un vicio personal irremediable que no se prueba ni se matiza y que permite despreciar cualquier argumento u opinión que provenga de quien así es etiquetado. Si, como es el caso, esa imputación se dirige contra partidos políticos u organizaciones sociales completas, renunciando deliberadamente a cualquier ejercicio intelectual sobre lo que se escucha, entonces el sistema padece un empobrecimiento gravísimo que puede debilitarlo dramáticamente. El superestructuralismo no es un programa político ni una ideología —aunque sirve a diversas ideologías que necesitan de la desaparición de la democracia española para poder prosperar y que encuentran en ella un obstáculo insuperable— sino un vicio moral que irresponsablemente inunda la vida pública de sospechas para conseguir un objetivo ajeno a los que el sistema legitima y que nada tiene que ver con la confrontación entre ideas y programas; no es una propuesta sobre la organización política deseable para la comunidad, sino una patología que impide ver en el rival político otra cosa distinta de un conspirador. El superestructuralista padece el error de creer que a los demás les va siempre mucho mejor que a uno mismo, puesto que uno mismo es la víctima de la conspiración que se denuncia. Esta creencia anima un victimismo sin límite inasequible a cualquier evidencia que se le pueda oponer, puede llegar a ser la justificación de comportamientos personales corruptos (¿por qué respetar una legalidad ilegítima y que está hecha para fastidiarme?) y es el germen de un resentimiento absurdo por lo que no ha tenido lugar. Finalmente, el superestructuralismo pide el cese de lo que no ocurre y es, por tanto, una actitud condenada a ser insatisfecha en lo que tiene de anhelo y a persistir indefinidamente.

En las sociedades abiertas la disputa política no consiste tanto en discutir acerca de lo que se debe hacer para solucionar un problema que afecta a la vida pública cuanto en discutir acerca de cuál es el problema que se ha de solucionar. Los partidos políticos y las organizaciones sociales tratan de “crear problemas” y ponerlos en circulación partiendo de acontecimientos que pueden ser contemplados desde innumerables puntos de vista. Lo característico del superestructuralismo es que aborda cualquier suceso público relevante mediante la invención de un problema cuya solución pasa ineludiblemente por el desleimiento de la organización política de España y por la negación de su sustancia nacional. El superestructuralismo procura que el debate político español se convierta en una disputa sobre España con motivo de cualquier cosa, de forma que las instituciones representativas no sirvan para discutir acerca de cómo debemos abordar los problemas políticos sino para abordar el problema que constituye la existencia de España; tiene, por tanto, un carácter metapolítico que lo coloca en un plano epistemológico diferente del que ocupan los políticos que no son superestructuralistas. El superestructuralista no dice algo de lo que él es, no se define a sí mismo, sino que dice lo que son los demás sin atender a lo que éstos dicen que son y al margen de cualquier evidencia. A diferencia del superestructuralismo, la nación española, al expresarse en la Constitución, dijo algo de sí misma, no de quienes están o se sienten fuera de ella, a quienes respeta y protege. En tales circunstancias el diálogo es imposible, porque uno de los interlocutores considera que el otro es el núcleo del problema y le exige que reconozca su culpa y que desaparezca.

Seguramente, el superestructuralismo español es una variante nacional y particularmente dura de una actitud política que está presente, con una coloración diferente según el caso, en todas las democracias liberales; y también fuera de nuestra civilización política: existen algunas coincidencias claras entre algunos argumentos superestructuralistas y algunos argumentos islamistas, por ejemplo, y es tentador adentrarse en ese camino.

¿Cómo oponerse al superestructuralismo?
Lo que se ha producido recientemente ha sido un aumento de la intensidad y de la virulencia (o violencia) de la presencia social del superestructuralismo español; su exacerbamiento, pero no su aparición. La persistencia del superestructuralismo ha sido favorecida por una actitud errónea exhibida con frecuencia por los políticos no superestructuralistas, que se han servido de dos instrumentos poco eficaces cuando han querido hacerle frente —aunque, afortunadamente, se trata de una actitud cada vez menos frecuente—.

En primer lugar, han tendido a desarrollar una oposición estrictamente verbal en lugar de política (es decir, en lugar de emplear el poder del cual legítimamente disponen y del que sólo ellos deberían disponer) lo que hace que los derechos que deben ser tutelados por los poderes públicos queden expuestos a cualquier violación. Es casi milagroso que en el País Vasco, por ejemplo, los ciudadanos demócratas no se hayan decidido a organizar algún tipo de autotutela de sus derechos fundamentales, que son sistemáticamente vulnerados ante la pasividad de la autoridad policial. En esta Comunidad Autónoma el poder público ha amparado la creación de un oligopolio del uso de la violencia del cual forman parte sólo quienes son secesionistas, una privatización de la violencia a favor de los socios políticos y contra los rivales. En segundo lugar, la argumentación contra el superestructuralismo no ha sido de carácter nacional sino estatal: ha tendido a disputar sobre la Constitución de 1978 y su validez en cuanto a sus resultados prácticos (desmentidos en parte por la propia oposición que los superestructuralistas le hacen) y no en cuanto a su mejor valor: que expresa legítimamente la voluntad de la nación española y que esa voluntad manifiesta una exigencia ética admirable; es, por tanto, un valor esencialmente moral, no sólo utilitario. El respeto a la ley (y, desde luego, a la “ley de leyes”) en virtud de su origen y no de su acierto (siempre en disputa) es el núcleo del concepto mismo de “Estado de derecho”. Lo que éste asegura no es el acierto de las leyes, sino su condición nacional, su carácter representativo de la voluntad general. Que, además, creamos que la ley democrática acierta más que la que no lo es, es un asunto distinto, aunque, sin duda, importante.

La condición verbal y estatal de la oposición al superestructuralismo en detrimento de la oposición política y nacional explica el crecimiento de esta patología.

Supongamos, por ejemplo, que el Gobierno Vasco patrocina un libro de texto de uso obligatorio en los cursos de educación secundaria en el que se afirma la existencia durante el siglo XIX de un monte en lo que hoy es la playa de La Concha de San Sebastián. Supongamos, además, que el libro afirma la existencia en dicho monte de un río cuyo caudal circulaba en sentido ascendente. La actitud que el político español ha adoptado frecuentemente a lo largo de los últimos 25 años frente a ese tipo de sucesos ha sido —siguiendo el consejo popular que afirma que no hay que mirar el dedo sino lo que el dedo señala— tratar de refutar la existencia del mencionado monte y negar la posibilidad física de que los ríos fluyan en sentido ascendente. Los testimonios históricos contra la existencia del monte y los científicos contra la existencia del río son tan claros y numerosos que sobre este punto el libro patrocinado por el Gobierno Vasco podría ser justamente calificado como un conjunto de afirmaciones absurdas. Pero si es cierto que la afirmación del libro no hace que el monte exista, también lo es que la inexistencia del monte no hace desaparecer el libro. Y es precisamente el libro y no el monte, lo que el Gobierno Vasco ha puesto en el mundo, su producto político, el ente generado por él capaz de afectar la visión social de la política: es política educativa, no política forestal o fluvial. Quizás, lo correcto sea contravenir la sabiduría popular y aceptar que lo que el político debe hacer es preocuparse más por el dedo que por lo que el dedo señala; hacer contrapolítica educativa, no contraargumentar con planos y geógrafos. El superestructuralismo no se limitará a afirmar la existencia del monte en el siglo XIX sino su inexistencia actual como efecto de una acción culpable que hizo desaparecer lo que antes existía. Cuando un chaval de 16 o 17 años visite la playa de La Concha y constate la ausencia del monte y del río ascendente, probablemente no verá en ello la refutación de lo que su libro cuenta, sino su confirmación: “efectivamente, alguien ha hecho desaparecer nuestro monte maravilloso”. Obviamente, quien ha hecho desaparecer el monte es España. El libro puede generar efectos políticos, independientemente de que lo que cuenta sea o no verdadero, o simplemente verosímil. Lo ausente es infinito; y ante los ojos del nacionalista, lo existente es potencialmente culpable de cada inexistencia, infinitamente culpable.

La vigencia de esta actitud —la adopción de una estrategia verbal de enfrentamiento contra el superestructuralismo y la elusión del enfrentamiento político, la renuncia por parte de los poderes públicos españoles al ejercicio de una compulsión legítima sobre la vida pública— sigue siendo muy frecuente, aunque ha ido decreciendo a lo largo de los últimos años; de hecho, se puede decir que la decisión de enfrentar políticamente al superestructuralismo allí donde adopta políticas y no sólo opiniones, es una de las razones de su exacerbamiento reciente, porque ha comenzado a encontrarse con resistencias fácticas que impiden la continuidad del plácido progreso que ha experimentado desde hace décadas. Esta oposición política que ahora comienzan a experimentar es considerada por los superestructuralistas como el fruto de un “ánimo crispador” inaceptable, pero realmente la política contra el superestructuralismo es una reacción a la existencia previa de una política antiespañola, no viceversa. El exacerbamiento (que presupone la existencia de lo que se exacerba) es, a su vez, una reacción lógica; igual que la proximidad del policía exacerba la furia del delincuente.

Los desafíos del superestructuralismo son cada vez más difíciles de resistir y exigen un decidido empeño político, un uso del poder legítimo en defensa de la palabra de la nación española expresada en la Constitución de 1978. Esa palabra es valiosa por lo que expresa, pero, sobre todo, por ser expresión de la voluntad nacional. La mera presencia pública de la nación bastará para negar y vencer al superestructuralismo; pero no bastará la rememoración de lo que la nación supo hacer en 1978. El superestructuralismo no se dirige contra el Estado (que es lo que la Constitución define) sino contra la nación (que es origen de la Constitución y del Estado) -carece de sentido hablar de patriotismo constitucional sin aludir a la necesaria existencia de un patriotismo constituyente y, por tanto, preconstitucional que lo ha hecho posible, salvo que interesadamente se eluda la rememoración de ese tiempo histórico y se sugiera una suerte de “hilozoísmo constituyente”: la constitución se hizo a sí misma-. Si el superestructuralismo lo ha tenido tan fácil hasta ahora ha sido en parte porque nos hemos comportado como si realmente sólo fuéramos un Estado y no una nación. Asumir que España empieza en 1978 es casi afirmar que en 1978 habría sido posible que empezara cualquier cosa —cualquier forma política de cualquier amplitud geográfica— si se hubiera deseado, y facilitar la visión superestructuralista de España. Sin duda, debemos apreciar y respetar nuestra Constitución, pero debemos comenzar a exponer sin miedo una realidad histórica más profunda y más antigua que es origen de nuestra condición de Españoles y que hace que tenga sentido la existencia de la Constitución de 1978.

La conmemoración de la Constitución debe presentarse como la recuperación de una antigua tradición de libertad y de mérito cultural y nacional que fue interrumpida por la guerra y por sus antecedentes y consecuencias, y cuyas raíces se pierden en el tiempo, sin que esto suponga acometer interesadamente una exégesis edulcorada de nuestra Historia; es decir, debe presentarse como lo que verdaderamente es: la forma en que la nación española ha ordenado el poder cuando libremente ha podido hacerlo. Una ordenación laboriosa, compleja, esencialmente acertada y realizada en un momento difícil, razones que pueden originar un moderado orgullo colectivo en quienes la protagonizaron y un hondo sentimiento admirativo y de gratitud en quienes hemos podido ordenar nuestra vida bajo el amparo de la obra que otros ejecutaron generosamente.

La nacionalidad española no es —afortunadamente— algo estático sino algo evolutivo, creativo, comunicativo, vivo; pero, en todo caso, algo real. Obrar teniendo en cuenta su existencia no es sólo una posibilidad sino una necesidad. Si elucidar la realidad histórica de España es útil y no sólo un ejercicio de erudición, es porque al afirmar su existencia se afirma la realidad de un tejido espiritual cuya ignorancia puede originar catástrofes tan ciertas como las que origina la ignorancia de cualquier obstáculo físico. Además de real, la nacionalidad española es hoy algo infinitamente superior al superestructuralismo desde cualquier perspectiva moral. La defensa de los derechos humanos y de las minorías, la consideración personal de la vida humana, la adopción del supranacionalismo (la permeabilidad de la nación, y aun el dejarse gobernar por otros), la limitación y la vigilancia del poder político y los procedimientos democráticos de obtención del mismo, o el respeto por el Estado de derecho distinguen nítidamente lo que la nación española ha puesto en el mundo de lo que cada día ponen en él los superestructuralistas de todo tipo. De esa superioridad deben empezar a ser conscientes los españoles, y en ella deben encontrar ánimo para contradecir y contravenir al dogma superestructuralista.

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"Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, Estos privaran a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron."

THOMAS JEFFERSON, 1802

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