Condenar los bombardeos criminales de la OTAN no convierte a Bashar
al-Asad o el desaparecido Gadafi en ejemplos de liderazgo democrático o
revolucionario. La izquierda no debe perder el norte y convertirse en
una caricatura de sí misma. La lucha contra la agresión neoliberal no
debería abrir la puerta a un grotesco radicalismo.
por Rafael Narbona
El radicalismo a veces es necesario para ir al fondo de los
problemas, pero cuando solo es un grito estridente se convierte en un
vástago del odio y la estupidez. Nos merecemos algo mejor.
Después de cuatro años de recortes sociales y represión policial,
la sociedad española hierve de rabia e indignación. La ira es legítima,
pero la violencia no constituye una solución en la Europa del siglo
XXI. La violencia siempre representa un fracaso de la moral y la
convivencia. No es épica ni hermosa, sino trágica, sucia y degradante.
En América Latina, se han producido cambios importantes por vías
exclusivamente pacíficas y democráticas. La revolución bolivariana se ha
materializado en las urnas y se ha convertido en un ejemplo de
transformación incruenta. La izquierda es un término amplio y difuso.
Para mí encarna la voluntad de participar en la construcción de una
sociedad más justa e igualitaria. Citaré a Ignacio Ellacuría, teólogo de
la liberación: “Nadie tiene derecho a lo superfluo, cuando todos no
tienen lo necesario”. El capitalismo es la negación sistemática de ese
principio, pues su lógica se basa en la acumulación y el privilegio.
Niega al otro –o lo instrumentaliza- para asegurar su dominio. En su
búsqueda del beneficio, el ser humano deviene simple mercancía. La
oposición al capitalismo nace de la convicción opuesta: el otro nunca es
un objeto, sino el pilar de nuestra constitución como seres éticos y
racionales. Por eso, la fraternidad no es una elección, sino la
condición necesaria para desplegar nuestra humanidad y construir una
alternativa capaz de revertir el curso de la historia. Stalin y Corea
del Norte no pueden ser el referente de una izquierda que aspira a una
humanidad liberada de toda explotación y opresión, pues en ambos casos
se ha pisoteado la libertad y se han violado gravemente los derechos
humanos, perpetrando un auténtico genocidio.
En casi todos los genocidios, los verdugos evitan la mirada de sus víctimas. Es más fácil matar por la espalda. Los tristemente célebres Einsatzgruppen (escuadrones de la muerte itinerantes encargados durante la Segunda Guerra Mundial de exterminar a judíos, gitanos, prisioneros de guerra y comunistas en la Europa del Este) apuntaban a la nuca, alineando a sus víctimas al pie de enormes fosas. En el bosque de Katyn y en las cárceles de Kalinin, Járkov y otros lugares cercanos, el NKVD asesinó a 22.000 polacos, empleando un procedimiento parecido e igualmente sistemático. Ya fuera en una celda o en el borde de una fosa, se disparaba a la nuca. Los ejecutores materiales intentaban distanciarse de su tarea, pues les afectaba psicológicamente. En el caso de los nazis, las cámaras de gas se inventaron para aliviar las tensiones psicológicas de los autores directos de las masacres. En los campos de exterminio, otros prisioneros judíos y no judíos (los polémicos Sonderkommandos) se ocupaban de extraer los cadáveres e incinerarlos en los crematorios, protegiéndose con guantes y máscaras antigás. Se buscaba una forma impersonal de administrar la muerte. Algo semejante sucede en Estados Unidos, cuando se ejecuta a un reo con la inyección letal. Ninguno de los implicados en un crimen legal sabrá quién inyectó el cloruro de potasio que paraliza el corazón, pues hay tres jeringuillas indistinguibles y las otras dos contienen pentotal de sodio (un barbitúrico) y bromuro de pancuronio (un relajante muscular). El filósofo judío Emmanuel Lévinas establece como fundamento de la ética la confrontación con la mirada ajena. Los ojos del otro nos piden compasión, respeto y solidaridad, prohibiéndonos arrebatarle la vida. El “No matarás” no es un imperativo abstracto, sino una vivencia. Dicho de otro modo: la moral no brota de la reflexión teórica, sino de la experiencia. Por eso, los verdugos rehúyen sistemáticamente la mirada incriminatoria de sus víctimas, donde convergen el miedo, la humillación y el desamparo.
La izquierda no puede prescindir de un discurso ético sin perder su horizonte utópico. En ningún caso, puede ser ideología, dogma, doctrina, sino “teoría crítica”, de acuerdo con las tesis de la escuela de Frankfurt. La ideología se convierte en dogma, ortodoxia, catecismo. Por el contrario, la “teoría crítica” se reinventa continuamente y no cesa de repensar sus planteamientos. No busca acólitos, sino espíritus libres, sin miedo a rectificar y admitir sus errores. Es actitud no es una forma de revisionismo, sino un compromiso permanente con la verdad. Por esta razón, nunca suscribiré las tesis de una izquierda que reivindica a Stalin, la STASI y Corea del Norte. Las tesis de Ludo Martens en Otra mirada sobre Stalin (1994) no me parecen científicas, sino endebles y escasamente creíbles. Es imposible determinar el número exacto de víctimas de la hambruna provocada en Ucrania por la colectivización forzosa. Tampoco es posible establecer una cifra definitiva sobre el alcance de la Shoah, pero en ambos casos se trata de espantosos genocidios. El historiador austríaco Raul Hilberg realizó una formidable reconstrucción de la Shoah en La destrucción de los judíos europeos (1961), estableciendo que en los 42.5000 campos de concentración y exterminio del III Reich murieron 5.100.000 judíos europeos. En esa cifra no se incluye al resto de las víctimas de la biopolítica nazi: 3.000.000 de prisioneros soviéticos, 3.000.000 de católicos polacos, 700.000 serbios, 250.000 gitanos, 80.000 disidentes alemanes, 70.000 discapacitados psíquicos (también de nacionalidad alemana), 12.000 homosexuales, 2.500 testigos de Jehová (The Holocaust Chronicle, 2002). En el caso de la hambrunas causadas por la colectivización forzosa, el profesor Timothy Snyder apunta en Tierras de sangre: “Parece razonable proponer una cifra de unos 3’3 millones de muertos por inanición y por enfermedades relacionadas con el hambre en la Ucrania soviética en 1932-33” (Bloodlands, 2010). Ludo Martens exculpa a Stalin de este crimen y afirma que “los kulaks incendiaron las cosechas, las granjas, las casas, los edificios y mataron a militantes bolcheviques”. Asimismo, les responsabiliza de exterminar a millones de bueyes, caballos, vacas y cerdos, con el propósito de arruinar la producción agrícola. No niega la existencia de una hambruna entre 1931 y 1932, pero minimiza sus estragos y atribuye las muertes a la sequia y el tifus. Justifica la ejecución de Bujarin, pretextando que organizaba un golpe de estado, si bien no existen pruebas, salvo las esgrimidas por el tribunal que le condenó a muerte y le ejecutó al día siguiente. También encuentra excusas para la Gran Purga, reduciendo el alcance de la represión y justificándola por la necesidad de luchar contra los contrarrevolucionarios, especialmente los peligrosos trotsko-fascistas. Imagino que desde su punto vista la muerte en un Gulag del poeta Ósip Mandelshtam y la ejecución del escritor judío Isaak Bábel, autor de Cuentos de Oddesa y Caballería Roja, eran tan necesarias como ineludibles para consolidar el socialismo real y combatir a los enemigos del pueblo. Quizás solo eran “escoria disidente”, de acuerdo con las palabras que empleó el líder norcoreano Kim Jong-un para justificar la ejecución de su tío y tutor Jang Song-thaek.
En 2013, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a la Federación Rusa por “no haber ofrecido todas las facilidades necesarias” para investigar adecuadamente la masacre de Katyn. Las investigaciones abiertas por Mijaíl Gorbachov en 1990 fueron interrumpidas por Vladimir Putin en 2004, de acuerdo con una instrucción secreta de la Fiscalía Militar, lo cual sugiere que existe información clasificada con datos incompatibles con la versión oficial rusa. Algunos dirán que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es una institución capitalista y escasamente fiable, pero esa clase de objeciones pasan a segundo término cuando sus sentencias condenan a España por no investigar suficientemente las denuncias de torturas. Algo semejante sucede con los informes de Amnistía Internacional, explotados o cuestionados según las conveniencias. Por ejemplo, Amnistía Internacional afirma que “millones de personas sufren formas extremas de represión y violaciones de casi todo el espectro de los derechos humanos de Corea del Norte. […] Cientos de miles de personas –entre las que hay menores de edad– están recluidas en campos penitenciarios para presos políticos y otros lugares de detención donde son sometidas a violaciones de derechos humanos como trabajos forzados, privación de alimentos como castigo, tortura y ejecuciones públicas. Muchas de las personas recluidas en campos penitenciarios para presos políticos simplemente están emparentadas con personas consideradas desafectas al régimen, y permanecen recluidas arbitrariamente como medida de castigo colectivo”. Para los admiradores de Kim Jong-un, ese informe es simple “propaganda capitalista”. Eso sí, Amnistía Internacional dice la verdad cuando denuncia que en España o Estados Unidos se violan los derechos humanos, pero desgraciada e incomprensiblemente pierde su objetividad al enjuiciar el paraíso de Corea del Norte. La Comisión de Investigación de la ONU para Corea del Norte ha elaborado un informe de 400 páginas que aporta pruebas sobre la existencia de cuatro grandes campos de concentración, donde entre 80.000 y 120.000 prisioneros realizando trabajos forzosos en unas condiciones inhumanas, soportando torturas y malos tratos, que incluyen la privación de alimento como forma de control y castigo. Se objetará que la ONU no muestra el mismo interés por las violaciones de derechos humanos cometidas por Estados Unidos, pero en 2014 acusó a la primera potencia mundial de tolerar torturas, cometer asesinatos extrajudiciales con drones y organizar un espionaje mundial masivo, infringiendo la legislación internacional. Al margen de la cuestionable independencia de la ONU, que mantiene un largo litigio con la OTAN desde la guerra de la antigua Yugoslavia, no se puede utilizar un crimen para ocultar otro. Estados Unidos mantiene en régimen de incomunicación a 80.000 presos. Algunos se encuentran en esta situación desde hace 40 años. Estados Unidos no es una democracia, sino un imperio, que invade y desestabiliza países conforme a sus intereses, pero ese hecho no añade ni quita nada a la valoración sobre Corea del Norte.
La negación de los crímenes de Stalin me parece tan obscena como el revisionismo neonazi, que niega la existencia de las cámaras de gas. El criminal de guerra Leon Degrelle, ex general de las Waffen SS, afirmaba: “De ninguna manera han muerto, como nos han explicado hasta la saciedad, seis millones de judíos. […] En el territorio del antiguo Reich, no hubo ni una cámara de gas. […] En Francia, como en los Estados Unidos y en muchos otros países, catedráticos universitarios de la mayor categoría como el profesor Rober Faurrison, de la Universidad de Lyon, e hijo de una inglesa, no solo han formulado dudas, sino que han negado, con argumentos científicos, la imposibilidad material de tales instalaciones” (“El odio político”). En Otra mirada sobre Stalin, Martens sostiene que su intención es desmontar científicamente “las mentiras de la burguesía”. Escribe Martens: “Todo comunista debe adoptar una actitud de desconfianza sistemática hacia toda información que le dé la burguesía (y los khruschevianos) sobre el período de Stalin. Y, por el contrario, debe ponerse a estudiar las teorías básicas para descubrir las escasas fuentes de información alternativas, de aquellos que objetivamente estudien la obra revolucionaria de Stalin”. Las palabras de Martens me recuerdan a las de David Irving, el historiador británico que niega la existencia del Holocausto: “El mayor problema que nos plantea dar un tratamiento analítico a la figura de Hitler es la aversión después de muchos años de propaganda bélica. […] Las caricaturas han arruinado la historiografía moderna”. Irving suscribe el juicio del general alemán Leo Geyr von Schweppenburg: “Cualquier observador objetivo sabe que el nacionalsocialismo elevó la categoría social de los trabajadores y, en algunos aspectos, incluso su nivel de vida”. La intención de Hitler –según Irving- era “devolver la dignidad y el imperio a la Alemania que siguió al tratado de Versalles” (El camino a la guerra). “Stalin ha mostrado –según Ludo Martens- que en las situaciones más difíciles, sólo una actitud firme e inflexible hacia el enemigo de clase permite resolver los problemas fundamentales de las masas trabajadoras. La actitud conciliadora, oportunista, derrotista y capituladora conduce necesariamente a la catástrofe y a la revancha sanguinaria de las fuerzas reaccionarias”. Advierto el mismo eco en ambos historiadores y me horroriza su menosprecio por la verdad. De hecho, sus análisis pertenecen al ámbito de la propaganda y no de la investigación científica. Cuando Martens habla de “una actitud firme e inflexible hacia el enemigo”, lejos de cualquier “actitud conciliadora”, fantaseo sobre qué clase de sociedad construirían los admiradores de Stalin y Corea del Norte. Me temo que no sería una sociedad tolerante y respetuosa con los derechos humanos, sino una pavorosa tiranía donde se enviaría al paredón a la “escoria disidente” y se suprimirían las libertades con el pretexto de luchar contra las tendencias contrarrevolucionarias. No me interesa ese paraíso y creo que algunos de los que elogian a Stalin y Kim Jong-un pecan de ingenuidad. Les aconsejaría que leyeran a Margarete Buber-Neuman, confinada en un Gulag y, más tarde, en un Lager alemán. Su marido, el comunista alemán Heinz Neumann fue fusilado durante la Gran Purga y ella fue deportada a Siberia por ser la “esposa de un enemigo del pueblo”. En agosto de 1939 se firmó el pacto germano-soviético, que incluía el compromiso de entregar a los comunistas alemanes a la Gestapo. Buber-Neuman había nacido en Postdam y eso determinó que acabara en el campo de concentración de Ravensbrück, donde pasaría cinco años y conocería a Milena Jesenská, una de las novias de Kafka. Jesenská no sobrevivió al Lager, pero hasta su muerte mantuvo una estrecha amistad con Margarete. Al parecer, sus conversaciones se centraban en la literatura, pues “el espíritu constituye una isla, pequeña pero segura, en el centro mismo de un mar de miseria y desolación”. Buber-Neuman reflejaría sus penalidades en Prisionera de Hitler y Stalin: un mundo en la oscuridad y escribiría una emotiva biografía sobre Milena Jesenská (Milena, la amiga de Kafka).
Nada bueno surgirá de una izquierda que exalta a Stalin y que –por añadidura- flirtea con el antisemitismo. El Estado de Israel se caracteriza por su racismo y su militarismo, pero su abominable política con el pueblo palestino no excusa el odio o el menosprecio hacia el pueblo judío. La Shoah no es el único genocidio, pero aconteció en el centro de Europa y nos obliga a reflexionar sobre los aspectos más sombríos de nuestra historia. Eso no significa ignorar el exterminio de armenios, mayas, ruandeses, serbios, congoleños, bosnios, vietnamitas o ucranianos. El mundo actual se divide en dos bloques que luchan por la hegemonía mundial. El Bloque Atlántico está liderado por Estados Unidos y el Bloque Euroasiático por Rusia. Es una nueva versión de la Guerra Fría, pero sin trasfondo ideológico. Se lucha por los recursos y las rutas comerciales. Varios países se encuentran el ojo del huracán. Por ejemplo, Siria y Libia. Condenar los bombardeos criminales de la OTAN no convierte a Bashar al-Asad o el desaparecido Gadafi en ejemplos de liderazgo democrático o revolucionario. La izquierda no debe perder el norte y convertirse en una caricatura de sí misma. La lucha contra la agresión neoliberal no debería abrir la puerta a un grotesco radicalismo. La sociedad no quiere una revolución, sino un mundo más humano, que garantice la libertad de disentir y el derecho al trabajo, la vivienda, la educación y la sanidad. Un porvenir sin exclusión ni grandes desigualdades. Para materializar ese objetivo, hace falta una pedagogía política que aliente una nueva conciencia ciudadana. Los cambios no serán reales hasta que la mayor parte de la población se identifique con un nuevo modelo de convivencia, con valores diferentes. La solidaridad debe reemplazar al afán de lucro. “La verdadera libertad –afirma Pepe Mújica- está en consumir poco”. Actual presidente de Uruguay y antiguo guerrillero tupamaro, Mújica recibió seis balazos y pasó quince años en prisión, la mayoría en régimen de aislamiento. No se le puede acusar de ser alérgico a la violencia revolucionaria, pero –al igual que Nelson Mandela- considera que la humanidad puede (y debe) vivir en paz. Algunos le consideran un peón del capitalismo, pero yo creo que políticos como él pueden alumbrar un futuro más esperanzador. Stalin y Kim Jong-un no son grandes revolucionarios, sino grandes criminales. Ser radical no puede estar asociado a reivindicar su legado. El radicalismo a veces es necesario para ir al fondo de los problemas, pero cuando solo es un grito estridente se convierte en un vástago del odio y la estupidez. Nos merecemos algo mejor.
http://rafaelnarbona.es/?p=7819
En casi todos los genocidios, los verdugos evitan la mirada de sus víctimas. Es más fácil matar por la espalda. Los tristemente célebres Einsatzgruppen (escuadrones de la muerte itinerantes encargados durante la Segunda Guerra Mundial de exterminar a judíos, gitanos, prisioneros de guerra y comunistas en la Europa del Este) apuntaban a la nuca, alineando a sus víctimas al pie de enormes fosas. En el bosque de Katyn y en las cárceles de Kalinin, Járkov y otros lugares cercanos, el NKVD asesinó a 22.000 polacos, empleando un procedimiento parecido e igualmente sistemático. Ya fuera en una celda o en el borde de una fosa, se disparaba a la nuca. Los ejecutores materiales intentaban distanciarse de su tarea, pues les afectaba psicológicamente. En el caso de los nazis, las cámaras de gas se inventaron para aliviar las tensiones psicológicas de los autores directos de las masacres. En los campos de exterminio, otros prisioneros judíos y no judíos (los polémicos Sonderkommandos) se ocupaban de extraer los cadáveres e incinerarlos en los crematorios, protegiéndose con guantes y máscaras antigás. Se buscaba una forma impersonal de administrar la muerte. Algo semejante sucede en Estados Unidos, cuando se ejecuta a un reo con la inyección letal. Ninguno de los implicados en un crimen legal sabrá quién inyectó el cloruro de potasio que paraliza el corazón, pues hay tres jeringuillas indistinguibles y las otras dos contienen pentotal de sodio (un barbitúrico) y bromuro de pancuronio (un relajante muscular). El filósofo judío Emmanuel Lévinas establece como fundamento de la ética la confrontación con la mirada ajena. Los ojos del otro nos piden compasión, respeto y solidaridad, prohibiéndonos arrebatarle la vida. El “No matarás” no es un imperativo abstracto, sino una vivencia. Dicho de otro modo: la moral no brota de la reflexión teórica, sino de la experiencia. Por eso, los verdugos rehúyen sistemáticamente la mirada incriminatoria de sus víctimas, donde convergen el miedo, la humillación y el desamparo.
La izquierda no puede prescindir de un discurso ético sin perder su horizonte utópico. En ningún caso, puede ser ideología, dogma, doctrina, sino “teoría crítica”, de acuerdo con las tesis de la escuela de Frankfurt. La ideología se convierte en dogma, ortodoxia, catecismo. Por el contrario, la “teoría crítica” se reinventa continuamente y no cesa de repensar sus planteamientos. No busca acólitos, sino espíritus libres, sin miedo a rectificar y admitir sus errores. Es actitud no es una forma de revisionismo, sino un compromiso permanente con la verdad. Por esta razón, nunca suscribiré las tesis de una izquierda que reivindica a Stalin, la STASI y Corea del Norte. Las tesis de Ludo Martens en Otra mirada sobre Stalin (1994) no me parecen científicas, sino endebles y escasamente creíbles. Es imposible determinar el número exacto de víctimas de la hambruna provocada en Ucrania por la colectivización forzosa. Tampoco es posible establecer una cifra definitiva sobre el alcance de la Shoah, pero en ambos casos se trata de espantosos genocidios. El historiador austríaco Raul Hilberg realizó una formidable reconstrucción de la Shoah en La destrucción de los judíos europeos (1961), estableciendo que en los 42.5000 campos de concentración y exterminio del III Reich murieron 5.100.000 judíos europeos. En esa cifra no se incluye al resto de las víctimas de la biopolítica nazi: 3.000.000 de prisioneros soviéticos, 3.000.000 de católicos polacos, 700.000 serbios, 250.000 gitanos, 80.000 disidentes alemanes, 70.000 discapacitados psíquicos (también de nacionalidad alemana), 12.000 homosexuales, 2.500 testigos de Jehová (The Holocaust Chronicle, 2002). En el caso de la hambrunas causadas por la colectivización forzosa, el profesor Timothy Snyder apunta en Tierras de sangre: “Parece razonable proponer una cifra de unos 3’3 millones de muertos por inanición y por enfermedades relacionadas con el hambre en la Ucrania soviética en 1932-33” (Bloodlands, 2010). Ludo Martens exculpa a Stalin de este crimen y afirma que “los kulaks incendiaron las cosechas, las granjas, las casas, los edificios y mataron a militantes bolcheviques”. Asimismo, les responsabiliza de exterminar a millones de bueyes, caballos, vacas y cerdos, con el propósito de arruinar la producción agrícola. No niega la existencia de una hambruna entre 1931 y 1932, pero minimiza sus estragos y atribuye las muertes a la sequia y el tifus. Justifica la ejecución de Bujarin, pretextando que organizaba un golpe de estado, si bien no existen pruebas, salvo las esgrimidas por el tribunal que le condenó a muerte y le ejecutó al día siguiente. También encuentra excusas para la Gran Purga, reduciendo el alcance de la represión y justificándola por la necesidad de luchar contra los contrarrevolucionarios, especialmente los peligrosos trotsko-fascistas. Imagino que desde su punto vista la muerte en un Gulag del poeta Ósip Mandelshtam y la ejecución del escritor judío Isaak Bábel, autor de Cuentos de Oddesa y Caballería Roja, eran tan necesarias como ineludibles para consolidar el socialismo real y combatir a los enemigos del pueblo. Quizás solo eran “escoria disidente”, de acuerdo con las palabras que empleó el líder norcoreano Kim Jong-un para justificar la ejecución de su tío y tutor Jang Song-thaek.
En 2013, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a la Federación Rusa por “no haber ofrecido todas las facilidades necesarias” para investigar adecuadamente la masacre de Katyn. Las investigaciones abiertas por Mijaíl Gorbachov en 1990 fueron interrumpidas por Vladimir Putin en 2004, de acuerdo con una instrucción secreta de la Fiscalía Militar, lo cual sugiere que existe información clasificada con datos incompatibles con la versión oficial rusa. Algunos dirán que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es una institución capitalista y escasamente fiable, pero esa clase de objeciones pasan a segundo término cuando sus sentencias condenan a España por no investigar suficientemente las denuncias de torturas. Algo semejante sucede con los informes de Amnistía Internacional, explotados o cuestionados según las conveniencias. Por ejemplo, Amnistía Internacional afirma que “millones de personas sufren formas extremas de represión y violaciones de casi todo el espectro de los derechos humanos de Corea del Norte. […] Cientos de miles de personas –entre las que hay menores de edad– están recluidas en campos penitenciarios para presos políticos y otros lugares de detención donde son sometidas a violaciones de derechos humanos como trabajos forzados, privación de alimentos como castigo, tortura y ejecuciones públicas. Muchas de las personas recluidas en campos penitenciarios para presos políticos simplemente están emparentadas con personas consideradas desafectas al régimen, y permanecen recluidas arbitrariamente como medida de castigo colectivo”. Para los admiradores de Kim Jong-un, ese informe es simple “propaganda capitalista”. Eso sí, Amnistía Internacional dice la verdad cuando denuncia que en España o Estados Unidos se violan los derechos humanos, pero desgraciada e incomprensiblemente pierde su objetividad al enjuiciar el paraíso de Corea del Norte. La Comisión de Investigación de la ONU para Corea del Norte ha elaborado un informe de 400 páginas que aporta pruebas sobre la existencia de cuatro grandes campos de concentración, donde entre 80.000 y 120.000 prisioneros realizando trabajos forzosos en unas condiciones inhumanas, soportando torturas y malos tratos, que incluyen la privación de alimento como forma de control y castigo. Se objetará que la ONU no muestra el mismo interés por las violaciones de derechos humanos cometidas por Estados Unidos, pero en 2014 acusó a la primera potencia mundial de tolerar torturas, cometer asesinatos extrajudiciales con drones y organizar un espionaje mundial masivo, infringiendo la legislación internacional. Al margen de la cuestionable independencia de la ONU, que mantiene un largo litigio con la OTAN desde la guerra de la antigua Yugoslavia, no se puede utilizar un crimen para ocultar otro. Estados Unidos mantiene en régimen de incomunicación a 80.000 presos. Algunos se encuentran en esta situación desde hace 40 años. Estados Unidos no es una democracia, sino un imperio, que invade y desestabiliza países conforme a sus intereses, pero ese hecho no añade ni quita nada a la valoración sobre Corea del Norte.
La negación de los crímenes de Stalin me parece tan obscena como el revisionismo neonazi, que niega la existencia de las cámaras de gas. El criminal de guerra Leon Degrelle, ex general de las Waffen SS, afirmaba: “De ninguna manera han muerto, como nos han explicado hasta la saciedad, seis millones de judíos. […] En el territorio del antiguo Reich, no hubo ni una cámara de gas. […] En Francia, como en los Estados Unidos y en muchos otros países, catedráticos universitarios de la mayor categoría como el profesor Rober Faurrison, de la Universidad de Lyon, e hijo de una inglesa, no solo han formulado dudas, sino que han negado, con argumentos científicos, la imposibilidad material de tales instalaciones” (“El odio político”). En Otra mirada sobre Stalin, Martens sostiene que su intención es desmontar científicamente “las mentiras de la burguesía”. Escribe Martens: “Todo comunista debe adoptar una actitud de desconfianza sistemática hacia toda información que le dé la burguesía (y los khruschevianos) sobre el período de Stalin. Y, por el contrario, debe ponerse a estudiar las teorías básicas para descubrir las escasas fuentes de información alternativas, de aquellos que objetivamente estudien la obra revolucionaria de Stalin”. Las palabras de Martens me recuerdan a las de David Irving, el historiador británico que niega la existencia del Holocausto: “El mayor problema que nos plantea dar un tratamiento analítico a la figura de Hitler es la aversión después de muchos años de propaganda bélica. […] Las caricaturas han arruinado la historiografía moderna”. Irving suscribe el juicio del general alemán Leo Geyr von Schweppenburg: “Cualquier observador objetivo sabe que el nacionalsocialismo elevó la categoría social de los trabajadores y, en algunos aspectos, incluso su nivel de vida”. La intención de Hitler –según Irving- era “devolver la dignidad y el imperio a la Alemania que siguió al tratado de Versalles” (El camino a la guerra). “Stalin ha mostrado –según Ludo Martens- que en las situaciones más difíciles, sólo una actitud firme e inflexible hacia el enemigo de clase permite resolver los problemas fundamentales de las masas trabajadoras. La actitud conciliadora, oportunista, derrotista y capituladora conduce necesariamente a la catástrofe y a la revancha sanguinaria de las fuerzas reaccionarias”. Advierto el mismo eco en ambos historiadores y me horroriza su menosprecio por la verdad. De hecho, sus análisis pertenecen al ámbito de la propaganda y no de la investigación científica. Cuando Martens habla de “una actitud firme e inflexible hacia el enemigo”, lejos de cualquier “actitud conciliadora”, fantaseo sobre qué clase de sociedad construirían los admiradores de Stalin y Corea del Norte. Me temo que no sería una sociedad tolerante y respetuosa con los derechos humanos, sino una pavorosa tiranía donde se enviaría al paredón a la “escoria disidente” y se suprimirían las libertades con el pretexto de luchar contra las tendencias contrarrevolucionarias. No me interesa ese paraíso y creo que algunos de los que elogian a Stalin y Kim Jong-un pecan de ingenuidad. Les aconsejaría que leyeran a Margarete Buber-Neuman, confinada en un Gulag y, más tarde, en un Lager alemán. Su marido, el comunista alemán Heinz Neumann fue fusilado durante la Gran Purga y ella fue deportada a Siberia por ser la “esposa de un enemigo del pueblo”. En agosto de 1939 se firmó el pacto germano-soviético, que incluía el compromiso de entregar a los comunistas alemanes a la Gestapo. Buber-Neuman había nacido en Postdam y eso determinó que acabara en el campo de concentración de Ravensbrück, donde pasaría cinco años y conocería a Milena Jesenská, una de las novias de Kafka. Jesenská no sobrevivió al Lager, pero hasta su muerte mantuvo una estrecha amistad con Margarete. Al parecer, sus conversaciones se centraban en la literatura, pues “el espíritu constituye una isla, pequeña pero segura, en el centro mismo de un mar de miseria y desolación”. Buber-Neuman reflejaría sus penalidades en Prisionera de Hitler y Stalin: un mundo en la oscuridad y escribiría una emotiva biografía sobre Milena Jesenská (Milena, la amiga de Kafka).
Nada bueno surgirá de una izquierda que exalta a Stalin y que –por añadidura- flirtea con el antisemitismo. El Estado de Israel se caracteriza por su racismo y su militarismo, pero su abominable política con el pueblo palestino no excusa el odio o el menosprecio hacia el pueblo judío. La Shoah no es el único genocidio, pero aconteció en el centro de Europa y nos obliga a reflexionar sobre los aspectos más sombríos de nuestra historia. Eso no significa ignorar el exterminio de armenios, mayas, ruandeses, serbios, congoleños, bosnios, vietnamitas o ucranianos. El mundo actual se divide en dos bloques que luchan por la hegemonía mundial. El Bloque Atlántico está liderado por Estados Unidos y el Bloque Euroasiático por Rusia. Es una nueva versión de la Guerra Fría, pero sin trasfondo ideológico. Se lucha por los recursos y las rutas comerciales. Varios países se encuentran el ojo del huracán. Por ejemplo, Siria y Libia. Condenar los bombardeos criminales de la OTAN no convierte a Bashar al-Asad o el desaparecido Gadafi en ejemplos de liderazgo democrático o revolucionario. La izquierda no debe perder el norte y convertirse en una caricatura de sí misma. La lucha contra la agresión neoliberal no debería abrir la puerta a un grotesco radicalismo. La sociedad no quiere una revolución, sino un mundo más humano, que garantice la libertad de disentir y el derecho al trabajo, la vivienda, la educación y la sanidad. Un porvenir sin exclusión ni grandes desigualdades. Para materializar ese objetivo, hace falta una pedagogía política que aliente una nueva conciencia ciudadana. Los cambios no serán reales hasta que la mayor parte de la población se identifique con un nuevo modelo de convivencia, con valores diferentes. La solidaridad debe reemplazar al afán de lucro. “La verdadera libertad –afirma Pepe Mújica- está en consumir poco”. Actual presidente de Uruguay y antiguo guerrillero tupamaro, Mújica recibió seis balazos y pasó quince años en prisión, la mayoría en régimen de aislamiento. No se le puede acusar de ser alérgico a la violencia revolucionaria, pero –al igual que Nelson Mandela- considera que la humanidad puede (y debe) vivir en paz. Algunos le consideran un peón del capitalismo, pero yo creo que políticos como él pueden alumbrar un futuro más esperanzador. Stalin y Kim Jong-un no son grandes revolucionarios, sino grandes criminales. Ser radical no puede estar asociado a reivindicar su legado. El radicalismo a veces es necesario para ir al fondo de los problemas, pero cuando solo es un grito estridente se convierte en un vástago del odio y la estupidez. Nos merecemos algo mejor.
http://rafaelnarbona.es/?p=7819
No hay comentarios:
Publicar un comentario