Antonio García-Trevijano
Está muy extendida la opinión de que la única forma de hermanar el decoro personal con el deseo de participar en la política, cuando ningún partido promueve la veracidad, libertad y justicia exigidas por la dignidad de la convivencia ciudadana, es el voto en blanco. Esta creencia rechaza la abstención. No, precisamente, porque deje el campo libre al voto de los malvados, los cínicos o los ignorantes, que es el motivo platónico de la participación, sino para no caer en una aparente forma de pasividad que, además de inútil, elude el cumplimiento de un deber cívico. El argumento de Platón es la trampa intelectual que las pasiones de la vanidad o la ambición tienden al oportunismo de las buenas conciencias. Respecto al deber de votar me basta con insistir en lo que no me cansaré nunca de repetir: «No puede ser deber moral lo que es un derecho potestativo; ni puede ser cívico o civil lo que pertenece exclusivamente a la esfera del orden político».
Los sectores del cuerpo electoral que están en desacuerdo con este Régimen, o con su Administración, deberían saber deslindar las fronteras de la coherencia cuando tienen la ocasión de usar derechos igualmente válidos, pero de muy distinto significado para la legitimidad del Sistema, como el de votar en blanco y el de abstenerse. Entre ellos hay la distancia espiritual que separa al agnosticismo del ateísmo. Perplejo ante la duda, el agnóstico admite la posibilidad de la existencia de Dios. El ateo la niega porque es ilegítimo pedir que se pruebe la no existencia de Dios. Votan en blanco los agnósticos en política que no saben deducir las maldades partidistas de la naturaleza oligárquica del Régimen que da forma y vida a todos los partidos. Y votarían a uno nuevo que diera fe a sus esperanzas, del mismo modo que el agnóstico en religión se haría creyente si, de repente, se rajara el cielo y apareciera sobre todas las aldeas y estrellas del Universo una figura tonante diciendo ¡SOY DIOS! No quiere saber, por temor a las secuelas morales de la inteligencia natural, que eso es tan imposible como esperar peras del olmo o frutos democráticos de una Oligarquía constitucional.
En cuanto a la utilidad del voto en blanco, en contraste con la pretendida inutilidad de la abstención, una simple observación y un sencillo cálculo bastan para destruir el argumento. La bicha de todos los partidos es la abstención. Lo único que a su juicio haría peligrar a su Régimen. Nada les preocupa, en cambio, la dimensión del blanqueo de votos. El Sistema costea una carísima propaganda para que la gente acuda a las urnas, llegando hasta el extremo de presentar el asunto, con cínica falsedad, como si fuera una obligación civil, o un cargo de conciencia para el ciudadano. Pero no gasta ni una sola palabra de condena del voto en blanco. La razón es sencilla. Es imposible que los votos en blanco lleguen a superar un techo significativo. Pues mucho antes de que se acercaran al diez por ciento nacería un nuevo partido que los recogiera. Cosa que no puede suceder, por principio, con la abstención. Si ésta alcanzara, en el Estado de partidos de los países europeos, las proporciones que adquiere en las elecciones federales de EEUU el Régimen se derrumbaría en el acto. El voto en blanco presupone la conformidad con el sistema electoral y la Constitución de la Monarquía de partidos. Y al expresar su total desacuerdo con todas las listas en liza, está soñando con un partido que, además de ser leal al Régimen, sea verídico, libre, competente y justo. Un imposible. Al recusar a los partidos del orden político creado por la Constitución sin recusar a ésta, el sentido del voto en blanco se identifica, en su incoherencia, con el de aquella extravagante parábola donde Jesús condena a la fiel higuera porque, en lugar de dar su fruto cuando no era tiempo de higos, obedeció al orden natural decretado por la Constitución Universal de Su Padre.
http://www.diariorc.com/2013/02/14/los-que-votan-en-blanco/
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