Por varias causas concatenadas  
cuyos eslabones  históricos nos dan la perspectiva de la singularidad 
española en el contexto europeo.  Pero antes de sopesar la cadena que 
retiene a los españoles en la servidumbre voluntaria, conviene saber a 
qué nos referimos con la palabra democracia, un vocablo que tiene dos 
significados, dos dimensiones y dos valoraciones distintas.  La 
democracia política o formal y la democracia social o material. Aquella 
se define por la naturaleza no ideológica de las reglas de juego 
garantistas de la libertad política. Ésta, por la extensión del campo de
 aplicación de la igualdad social.
     La democracia política puede ser definida científicamente por sus dos requisitos sine qua non: sistema
 representativo de la sociedad civil y separación en origen de los tres 
poderes estatales. El primero lo cumplen en Europa solamente Suiza, 
Francia y Gran Bretaña. El segundo, Suiza y a medias Francia, pues su  
Gobierno presidencial, necesitado de la confianza de la Asamblea 
legislativa, no realiza la separación de poderes.
     Acabadas las experiencias 
socialistas en Europa oriental, la democracia social ya no indica un 
Régimen de poder, ni un concepto definible, pues solamente designa la 
tendencia a la igualdad social como criterio legislativo. En oscilación 
pendular contra la tradición del Estado autoritario, España ha pasado a 
uno de los primeros lugares europeos en igualdad de derechos sociales, 
salvo los de propiedad y los económicos, uniendo así la mayor potencia 
política de la oligarquía financiera a la mayor demagogia en los 
partidos,  medios de comunicación y opinión. Por lo que aquí se dice, 
somos el pueblo más izquierdista de Europa. Por lo que se hace, el más 
derechista. Desde el punto de vista de la libertad política, que no 
tiene, somos el más reaccionario, es decir, el que menos la quiere 
tener. Y en lo referente a la honestidad pública, cuyo primer lugar 
corresponde a Suiza, España es la más corrupta.  Incluso más que Italia.
     En España no hay democracia por una 
razón moderna y dos razones tradicionales. Lo moderno fue el pacto de la
 vieja oligarquía económica con la nueva oligarquía política, fraguada 
con el consenso entre dirigentes fascistas y jefes de partidos 
clandestinos, que impuso, a la muerte de Franco, una Constitución 
fraudulenta, elaborada en secreto, aprobada por una asamblea  
legislativa sin poderes constituyentes y ratificada en un plebiscito (no
 referéndum electivo), para salvar en bloque a la Monarquía y a la clase
 política franquista, a cambio de olvidar el pasado, licenciar el 
presente y entregar el futuro a una sinarquía de partidos y sindicatos 
financiados por el erario público y convertidos en órganos del Estado.
     Aquel consenso constitucional, 
aquella traición a la causa democrática de la oposición al Régimen 
franquista, apadrinada por Kissinger y financiada por la 
socialdemocracia alemana, repartió todos los poderes del Estado entre  
partidos estatales, según la cuota  obtenida por cada uno, en  
elecciones proporcionales de candidatos obedientes al mandado imperativo
 del jefe de partido que hace las listas. De este modo, el  ganador en 
las urnas reuniría en  sus manos el poder ejecutivo, el poder 
legislativo y el poder judicial, sin posibilidad de control,  pues 
también tendría mayoría en las Comisiones del Parlamento. Estando 
prohibido en la Constitución el mandato imperativo, se creó un Tribunal 
Constitucional, también designado por los partidos,  para impedir que 
todas las leyes fueran declaradas  inconstitucionales por infringir esa 
prohibición. Y para completar el reparto de poder en el zafarrancho de 
las ambiciones, se  otorgó carta blanca a los nacionalismos periféricos,
 llamando nacionalidades a las regiones y equiparándolas  con un régimen
 general de Autonomías.  El reparto autonómico multiplicaría  por 
diecisiete el gasto público y las ocasiones de corrupción.
     Este Régimen partidocrático 
tropezaba con la dificultad de ser homologable con la Europa de los 
Seis, donde solo contaba con el beneplácito de Alemania. La Francia de 
Mitterrand despreciaba la reciente partidocracia española. Italia no la 
deseaba como rival mediterráneo. Y para que aquí no hubiera democracia 
vino en su auxilio la primera razón tradicional. El sacrificio de los 
ideales políticos a los intereses económicos. España aceptó su ingreso 
en la Comunidad Europea a cambio de verse reducida a un país de 
servicios, a un mercado para la industria alemana y la explotación de 
patentes y franquicias europeas, con una agricultura y ganadería  
subvencionadas en función de las necesidades francesas e italianas.
     La segunda razón tradicional de que 
no tengamos  democracia es la  razón cultural de la brevedad de la II 
República y la duración de la dictadura más allá de la generación 
vencida. El Renacimiento español, sin la potencia del italiano, el 
holandés o el inglés, no propició la recepción de la Reforma y acentuó 
el absolutismo de la Iglesia. La Ilustración española fue ridícula, 
comparada  con la francesa, la escocesa, la alemana y la napolitana.  La
 guerra de Independencia rechazó el afrancesamiento, la cultura 
ilustrada y la Revolución. La ausencia de industrialización trajo la 
sindicación anarquista y el desprecio a la investigación. La pequeña 
burguesía se asimiló a la clase obrera. La  grande, a la aristocracia. 
La profesional a  un modo decoroso de vivir sin pensamiento propio. La 
vida pública a un modo deshonesto de vivir sin libertad. Ante la quiebra
 financiera de la corrupta Monarquía de los Partidos, la desarrollada 
sociedad civil tiene condiciones objetivas para emprender la Revolución 
republicana de la libertad, si la parte más consciente de la sociedad le
 aporta las condiciones subjetivas.
Antonio García Trevijano Forte
Fuente: http://www.lafieraliteraria.com/index.php?view=article&catid=32:todo&id=582:por-que-espana-no-es-una-democracia&tmpl=component&print=1&page=






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