La práctica de la usura es tan vieja como el hombre, aunque en menos de dos siglos, la usura pasó de ser un delito condenado absolutamente desde los tiempos más antiguos, castigado severamente por la ley y despreciado por todo el mundo, a ser considerada como una forma reconocida y honorable de hacer negocios, cuyos practicantes recibían los más altos honores que un Estado puede otorgar.
Las primeras referencias a la usura se encuentran en los textos védicos de la India entre el 2000 y 1400 antes de Cristo. Allí se condenaba con el nombre de usurero a todo prestamista a cambio de interés y las castas superiores –brahmanes y castrillas– tenían prohibido practicarla.
En un interesante ensayo sobre el tema, el islamista AbdelHaqq Bewley explica que también el Antiguo Testamento le dedica, al menos, tres frases categóricas: “No tomarás interés ni usura, antes bien teme a tu Dios y deja vivir a tu hermano junto a ti. No le darás a interés tu dinero ni le darás tus víveres a usura.” (Levítico 25:36) “No prestarás a interés... ya se trate de réditos de dinero, o de víveres, o de cualquier cosa que produzca interés.” (Deuteronomio 23:20) Y “... [quien] no presta con usura ni cobra intereses..., un hombre así es justo.” (Ezequiel 18 8-9)
Tanto Santo Tomás –que consideraba la usura tan prohibida, que cualquier beneficio obtenido de ella ni siquiera podía darse como limosna– como los referentes del mundo clásico grecorromano –Aristóteles, Platón, Cicerón, Catón y Séneca, consideraron que ella era la más depravada y peligrosa de todas las formas de comercio.
Pero esto no quiere decir que en el mundo antiguo las transacciones usurarias no existieran.
Desde épocas tempranas, los judíos consideraron que tenían permitido practicar la usura “bajo ciertas circunstancias”, apoyándose en el versículo 21 del capítulo 23 del Deuteronomio: “Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés”. Se entendía en esos tiempos la palabra “extranjero” como “enemigo” y así la usura fue empleada como un arma contra los enemigos.
Condenados por el cristianismo a no poder tener propiedades, las actividades prestamistas de los judíos se hicieron desde los guetos de las grandes ciudades en toda la Edad Media.
En la Inglaterra del siglo XIII, casi la mitad de los impuestos eran recolectados de la comunidad judía, aunque ésta representaba menos que 5 por ciento de la población. Pero no les fue posible convertir su riqueza en poder, al verse frecuentemente sometidos a terribles purgas populares, que llevaron a su expulsión de ese país en el siglo XIV, y al que no regresarían sino pasados 350 años.
Si bien en la Edad Media existía un desprecio de la usura y se criticaba a los que “se enriquecen durmiendo”, desde los siglos XI y XII se comenzó a ver una legitimación del dinero, que ya no es sólo percibido como ostentación sino como desarrollo.
Y mientas comienza a asumirse la necesidad del comercio, se empieza a distinguir entre la usura y el interés. Ya no son sólo los judíos los que realizan esa actividad impura: aparecen en escena grandes mercaderes cristianos. Como las modernas fundaciones, los mercaderes-banqueros actúan como mecenas para que se les perdonen estos pecadillos.
A diferencia de lo que pasó con los judíos –que practicaban más el crédito de proximidad, de consumo, de baja cuantía–, a éstos se les acaba reconociendo su función.
Las cosas cambian radicalmente a partir de octubre de 1717 cuando Martin Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia en Wittenberg, que excedieron con mucho su intención de reformar la corrupta institución de la Iglesia católica: al eliminar las barreras que se interponían entre el individuo y Dios, se abrieron las puertas a una ilimitada libertad individual de acción y en el clima más libre del protestantismo, las antiguas restricciones a la usura fueron abandonadas.
Pero, curiosamente, fue el moralista puritano Calvino quien desprendió la usura del cuerpo de doctrina consagrado por la tradición y consideró que la ética de los préstamos era un caso más, entre los problemas que la sociedad humana que debía resolver según las circunstancias.
Para Calvino, la ley moral había cambiado; por tanto, cobrar intereses era tan poco inmoral como cobrar renta por la tierra.
El tema polémico en la comunidad mercantil no era ya si debía o no permitirse el interés, sino cuál era la tasa admisible. Usura era poner intereses excesivos, aunque nadie estipulaba qué era excesivo.
Los inventos científicos y los viajes impulsados por el comercio mundial fueron la vuelta de tuerca que dieron origen a la banca, tal como hoy la conocemos.
¿Cómo podía pagarse por mercancías en el extranjero sin tener que transportar grandes cantidades de oro y plata de un país a otro? Pues, en su forma más simple: una carta que el comprador daba al vendedor, en la que autorizaba a un agente del comprador en el país de origen del vendedor, a pagar por las mercancías que había comprado, de forma que el vendedor pudiera cobrar el dinero en su propio país y en su moneda. Estas “letras de cambio” llevaban fecha diferida, para dar tiempo a que se vendieran las mercancías y se transfiriera el dinero.
Lo que ocurrió fue que los comerciantes, a quienes interesaba tener su dinero rápidamente, vendían la letra de cambio a otro comerciante, que se la pagaba al contado, por un precio inferior al nominal.
Este segundo comerciante cobraba luego la letra, una vez cumplida su fecha, y obtenía un buen beneficio sin hacer prácticamente nada. A esto se llamaba “descontar”.
El negocio con estas letras se volvió cada vez más sofisticado y pronto apareció una clase de comerciantes a los que resultaba más provechoso comerciar en letras de cambio que en mercancías reales. Su comercio era usura pura. Esta fue una de las transacciones en las que se especializó el banquero.
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