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sábado, 25 de agosto de 2007

Marbella Vice (II) Un pacto con el diablo


La fauna marbellí lucha contra el envejecimiento a base de decoración barroca y «liftings» físicos y hasta existenciales
IGNACIO CAMACHO
Protegida por unos setos altos y perfectamente recortados -en Marbella los jardineros se cotizan como profesionales de alto standing-, la propiedad de los Bismark junto al Marbella Club se extiende desde la Milla de Oro hasta el mar en una dulce pendiente de césped.

Caminando descalza por la grama, envuelta en un pareo de flores, la condesa Gunilla von Bismark parece la réplica femenina de Dorian Gray, una mujer por la que no pasa el tiempo mientras envejece el retrato de la sociedad en que siempre se ha movido.


Los mismos ojos encendidamente azules, el mismo rostro anguloso, la misma melena rubia de Barbie, el mismo acento germánico envolviendo el timbre monocorde de su voz. Sólo la piel, quizá hollada por algún estiramiento artificial, denota que cada día cae una hoja en el calendario de esta flamante heredera que se convirtió a sí misma en una especie de logotipo vivo de la Marbella de la jet.

Al periodista le han dicho en voz baja que Gunilla hace visitas al doctor Pitanguy, pero ella agita suavemente la melena tantas veces dibujada en miles de fotos. «Al final, lo que tiene que ocurrir, ocurre», dice con un cierto misterio sin afirmar ni negar nada. Sea como fuere, en Marbella todo el mundo parece tener un pacto con el diablo. O por lo menos, con el tal Pitanguy, el mago brasileño de la cirugía plástica.

Se nota, por ejemplo, en Soraya, la vieja princesa del Irán, cuya melancolía esponjada en alcohol brilla en sus indefinibles ojos claros, que sobresalen de una piel acartonada por los liftings, indisimulables por mucho que la mirada del observador se distraiga en su espectacular despliegue de esmeraldas, diamantes y alta joyería. O en Lita Trujillo, que se castiga a sí misma en interminables sesiones de gimnasia para mantener tersos los músculos de una impecable anatomía que lució su esplendor al lado de Paul Newman y Edward G. Robinson. Se nota en todas partes: Marbella, estéticamente, es un mundo que lucha artificialmente contra los estragos del tiempo.

Ese «look» tan especial

Hay en Marbella una estética especial, un look propio que permite la identificación rápida de sus especímenes humanos o materiales. Existe en la arquitectura, ese toque mediterráneo inventado por Hohenlohe que sobrevive en las casas del Marbella Club, de Puente Romano, de Las Chapas o de Guadalmina, y que se plasma en la postal de Puerto Banús, pero también en el derroche hortera de los apartamentos Gray d' Albion, ocupados por los clanes libaneses y sirios de Dogmuch o de Al Assad, o del palacio del Rey Fahd y la mezquita adyacente, o de las promociones de las inmobiliarias de Jesús Gil -entre ellas la de Los Cipreses, conocida popularmente como la lavadora por su enorme tambor hueco en el muro, y objeto del escándalo de comisiones que ha sacudido este verano la vida judicial y política-, que está llenando la ciudad de gigantes de cristal y hormigón, de luces chillonas y de chirimbolos horteras, enormes arcos luminosos y horripilantes estatuas de corte neostalinista.

El look marbellí existe también en la decoración de interiores, y sobre todo en el enjaezamiento externo de los habitantes de este cosmos adinerado inequívocamente conservador. El rolex rodeado de cadenitas de oro, por ejemplo, es una seña estética específica en los hombres, junto a los pantalones de color burdeos, los zapatos de tafilete usados sin calcetines o las camisas de manga larga con la pechera abierta, mostrando asimismo cadenitas colgando del cuello.

En Marbella, las cadenas doradas son una especie de símbolo de identidad tribal, como los coches caros o los perfumes densos de las señoras, que bajan a la playa o la piscina perfectamente envueltas en vaharadas de olor, decoradas como árboles de navidad con pendientes y pulseras que gustan de lucir sobre las pieles bronceadas y biquinis con la marca esculpida -preferiblemente Versace- en relieve y a juego con complicados pareos de seda.

Horterismo y distinción

Este toque, esta mirada propia, que está entre el horterismo y la distinción -más cerca, sin duda, de aquel que de ésta- permanece en todas partes del conglomerado territorial y urbano que es Marbella. Está en el aparcamiento del hotel Meliá Don Pepe, un formidable escaparate de automóviles de lujo, encabezados por el sobrio Rolls gris del millonario socialista jienense Luis Rentero, el aficionado ajedrecista que todos los años lleva a Linares a Kasparov, Karpov, Korchnoi y otros mitos del tablero a cuadros. Está en la belleza cincelada de los cuerpos danone que exhiben su encanto en Babaloo Beach, la playa de los guapos y guapas, donde el olor a gasolina de las motos acuáticas se mezcla con el perfume denso de los bronceadores que tuestan las pieles más tersas de la costa. Está en el barroquismo de las fiestas nocturnas y galas benéficas, en las que las damas enjoyan sus acartonados esqueletos coronados por virtuosos peinados de orfebrería mientras los caballeros se embuten en uniformados smokings tipo Casablanca, de tal modo que cualquier despistado podría cometer el error de pedirle un whishy a un potentado musulmán. Está, incluso, en los vestidos blancos asatenados de las prostitutas de Europa Oriental que pululan por la discoteca de Olivia Valère a la caza de algún heredero árabe que las suba al yate de sus sueños poscapitalistas. Y está, por supuesto, en la nube de motorolas que cada mañana desembarcan junto a sus propietarios en las espléndidas tumbonas de las playas, una fiebre de telefonía móvil que llega a saturar literalmente el éter -el «espacio radioeléctrico», como decía el general Manglano- de la costa.

Hordas en Puerto Banús

El único sitio en que no está, o está cada vez menos, es en Puerto Banús. El antiguo buque-insignia de Marbella es asaltado por una horda turística ávida de encuentros con la fachada de lujo que el tópico ha desparramado sobre la costa. Veraneantes de camiseta y calzón corto que colapsan los accesos, aparcan en El Corte Inglés, compran en las oportunidades y luego se hacen fotos delante de los yates o buscan desesperadamente la estela de algún famoso que, naturalmente, no está. A menos que sea un famoso de saldo, un Pajares, una Lara Dibildos, una Terelu, un Rappel.

Entonces sí, entonces el turista dispara su cámara y se va satisfecho: ya tiene su postal. Y es que eso es, en el fondo, Marbella para la mayoría: una postal de un tópico que se aferra recurrentemente a su propio esquema.

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