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lunes, 24 de febrero de 2014

¿Cómo decirle a los trabajadores asalariados, ya amenazados por la precariedad y el paro, que habrá que apretarse el cinturón porque la biosfera no da para más?

Entrevista Joaquim Sempere en el Viejo Topo

—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?

—“Decrecimiento” es un buen eslogan, más radical que “detener el crecimiento” o “crecimiento cero”, y por eso mismo más provocativo. Por este rasgo, resulta un buen banderín de enganche para muchas personas y movimientos que desde hace años, por no decir decenios, vienen criticando una sociedad ecológicamente inviable a medio plazo y, no digamos, a largo plazo; y a la vez para jóvenes que descubren por primera vez que se les ha escamoteado el futuro. De momento, que yo sepa, no aporta mucha cosa nueva. Se habla de decrecimiento para plantear críticas, propuestas y alternativas que ya estaban formuladas. Pero, repito, tiene el valor de la provocación, y esto es bueno en un contexto social en que un número creciente de personas sospecha que la crisis ecológica va en serio, pero nadie se decide a moverse de las rutinas de siempre y actuar vigorosamente para cambiar el curso de las cosas. En realidad, muchos (sobre todo entre los pensadores y entre quienes toman las grandes decisiones económicas y políticas) están convencidos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que el crecimiento económico indefinido es posible y que la mejor apuesta de futuro es “más de lo mismo”. Véase, como muestra, de qué manera los amos del mundo responden ante la actual crisis financiera.

Entre los más jóvenes, que tal vez descubren ahora la crisis ecológica, el eslogan “decrecimiento” está siendo un estímulo para vincularse con una entera galaxia de resistentes y opositores al sistema socioeconómico que viene de lejos, y también un estímulo para reflexionar y pasar a la acción. De momento son acciones muy modestas, muy particulares y locales, de cambio en la vida cotidiana. En sí mismo, esto tiene ya un enorme valor, aunque para una mentalidad estrechamente politicista no lo parezca. Pero estos jóvenes no se limitan a hacer: también reflexionan y organizan debates.

Y así se socializan en un pensamiento alternativo que, de entrada, tiene un valor específico renovador: la convicción de que no basta con proclamar las ideas, sino que hay que vivir de acuerdo con ellas. No sabemos si esta convicción se va a mantener, pero es un buen comienzo para renovar la tan maltrecha política de izquierdas.

—¿Como ve en este contexto las perspectivas de esta renovación de la «vieja» izquierda? ¿Se trata de proyectos diferentes o o cree que podrían converger?

—La vieja izquierda debería no sólo aliarse con lo verde, o por lo menos con la «izquierda verde», sino elaborar un proyecto o unas líneas programáticas comunes. Sin esta convergencia, la vieja izquierda corre el riesgo de quedarse reducida a defender unos estrechos intereses corporativos de una parte de los trabajadores de Occidente y condenarse a no jugar ningún papel en el futuro. Por su parte, los verdes, si no se vinculan a las viejas tradiciones emancipatorias de raíz obrerista, pueden irse convirtiendo en la conciencia ecológica del actual sistema de poder.


El riesgo de esta deriva es tan grande que ya se ha producido descaradamente en muchos
lugares donde los verdes han tocado poder de Estado. La integración política en el sistema ha sido más fulminante en el caso de los verdes que en la socialdemocracia en su momento, tal vez porque la historia hoy va más deprisa. Un ecologismo que no se proponga desafiar seriamente el capitalismo está condenado a la inoperancia desde el propio punto de vista ecologista, porque lo que provoca la crisis ambiental es un sistema de acumulación indefinida e irrefrenable de capital. De momento, el hecho de que en el Parlamento europeo haya un grupo «rojo» y otro «verde» muestra que esa convergencia de programa o de proyecto no está a la orden del día. Es una auténtica desgracia. Claro que las dificultades son inmensas. ¿Cómo decirle a los trabajadores asalariados, ya amenazados por la precariedad y el paro, que habrá que apretarse el cinturón porque la biosfera no da para más? ¿Cómo decirles a cientos de millones de adictos al consumo superfluo que los pobres del Sur también tienen derecho a vivir, y que habría que apretujarse aquí un poco para que ellos puedan comer y lavarse cada día en condiciones aceptables?

Pero siendo cierto que hay dificultades, hay que ser valientes y ponerse a imaginar un lenguaje, una filosofía de la vida y unas prioridades que puedan ser asumidas por amplios sectores. Las poblaciones occidentales tal vez no están totalmente corrompidas todavía por el dinero y las comodidades. En todo caso, hay que apostar por una respuesta radical y a la vez inteligible y aceptable para la gente corriente. La derecha lo tiene más fácil. El berlusconismo y sus distintas variantes europeas agitan el espantajo de la inmigración ante unas poblaciones despolitizadas y adictas al consumismo, y por eso mismo vulnerables ante un mundo inhóspito e injusto que no comprenden.

Y al no comprender, se echan en brazos de cualquiera que parezca desafiar las reglas de una política supuestamente democrática que provoca la náusea. Esa derecha xenófoba y racista no tiene que devanarse mucho los sesos. Le bastan unos cuantos improperios, vulgaridades y hasta obscenidades para desencadenar el aplauso de multitudes inesperadas y el linchamiento de los débiles «de afuera» por parte de una turba de indeseables. Mi postura es que se necesita la mencionada convergencia, de fondo y no ocasional, entre rojos y verdes para pensar una alternativa radical y formular propuestas en la buena dirección. De momento, hay que detener a toda costa la xenofobia antipolítica de esa extrema derecha cada vez más descarada y agresiva. Y si no lo hacemos cuando el sistema ha mostrado su debilidad y su impudicia tan a las claras, ¿cuándo lo haremos? Por favor, no desaprovechemos esta ocasión!

—¿Pero cuál es el verdadero obstáculo para una convergencia de corrientes críticas rojas y verdes? ¿Sólo los mecanismos del sistema parlamentario?

—En general los doctrinarismos, sectarismos y personalismos. Es una vieja historia presente desde siempre en los movimientos obreristas, que se reproduce en el ecologismo. Hay otros obstáculos, numerosos, como la incapacidad o falta de voluntad para elaborar conjuntamente estrategias políticas que reúnan las aspiraciones sociales y las ambientales en un proyecto a la vez abierto y unitario. Hay grupos capaces de ligarse a movimientos sociales, y otros que hacen su propia guerra sin contar con los demás. El movimiento alterglobalizador es interesante porque ha conseguido unos niveles considerables de coordinación, unidad y respeto por todas las opciones. Se dice que es inoperante por su extrema variedad interna, pero en estos momentos va por buen camino. Tal vez sea la plataforma existente con más potencialidades.

Le falta, por supuesto, coherencia en las aspiraciones y en los métodos de trabajo, pero materializa, aunque sea de manera frágil e insegura, una unidad antisistema que es la clave para lograr algo. El sistema parlamentario es un obstáculo porque son muchos los que quieren estar los primeros en las listas electorales. Pero lo peor no es la ambición personal y los intereses personales de quienes se profesionalizan como políticos, sino su incapacidad para vincularse con la gente de la calle y con los movimientos existentes en la sociedad civil de los distintos países. La experiencia muestra que es difícil prescindir de la profesionalización. A lo mejor la solución sería establecer unas reglas muy prescriptivas sobre las responsabilidades y los deberes de los representantes electos respecto de sus electores y la sociedad civil de sus países.

—¿No ve ahí un rechazo a afrontar problemas sociales actuales y que están quemando, como la supresión de derechos sociales, por ejemplo en el mundo del trabajo?


—Yo no diría tanto. Más que rechazo hay debilidad (por falta de una base movilizada) y falta de audacia e imaginación. Todos defienden de palabra los derechos sociales, y en el Parlamento europeo se rechazó la directiva de las 65 horas. Pero han interiorizado la derrota más allá de lo razonable. Ni unos ni otros saben aprovechar la crisis actual porque se sienten aún derrotados e impotentes. Supongo que bastantes dan prioridad a su pervivencia en sus cargos por encima de la misión que se supone que les corresponde cumplir.

Joaquín Sempere es profesor de Sociología en la Universidad de Barcelona. Recientemente ha publicado el libro Mejor con menos: necesidades, explosión consumista y crisis ecológica (Ed. Crítica).

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