Imagino que tendrán ustedes curiosidad por saber qué ocurrió, al
final, con aquella banda de carteristas bosnias a las que, tras una
escandalosa reincidencia delictiva, hoy detenidas y mañana en la calle,
un juez prohibió el acceso al Metro de Madrid. Quizá recuerden que el
arriba firmante se guaseaba de la medida, preguntándose qué ocurriría
cuando esas prójimas se pasaran la decisión judicial por la bisectriz
del chichi. Pero no ha hecho falta. La decisión no llegó a tener efecto,
porque la Audiencia Provincial de Madrid, especializada en aplicar la
ley irreprochablemente, sin casarse con nadie y sin que le tiemble el
pulso -algún día contaré una nauseabunda experiencia personal
relacionada con ese digno lugar-, ha tumbado la anterior decisión
judicial, sentenciando que la banda de carteristas, y supongo que
cualquier otra agrupación cultural de características semejantes, puede
acceder a las instalaciones del Metro cuando le salga. Y punto. El
derecho de libre circulación y uso de servicios públicos prima sobre
cualquier otra circunstancia, etcétera. Con lo que las bosnias podrán
seguir cometiendo delitos y faltas de hurto con perfecta impunidad,
exhibiendo incluso el texto de la Audiencia Provincial de Madrid ante
sus víctimas y ante la policía -supongo que lo llevarán plastificado
para más comodidad- a fin de dejar las cosas claras y el chocolate
espeso. Aunque lo que de verdad lo pone estupendo a uno, en la
resolución, es un detalle delicioso: una de las causas por las que se
tumba la anterior decisión de alejamiento del Metro es que ni en el
atestado policial ni en el auto del juzgado de Instrucción n.º 47 de
Madrid se identificaba a las personas a las que debía proteger dicha
medida. Léanse el anterior párrafo otra vez, despacio. Y en efecto: eso,
dicho en claro, significa que ni los policías que detuvieron 330 veces a
las bosnias, con sus correspondientes 330 diligencias, ni el auto del
juez que dictó la orden, detallaban los nombres y apellidos de todos los
viajeros del Metro a los que se pretendía proteger con dicha medida.
Por consiguiente, la cosa era excesiva y atropellaba los derechos de las
desvalidas delincuentes, privándolas de un servicio de transporte
«esencial», según la resolución. Que también ellas tienen sus derechos,
oigan. Y sus corazoncitos.
Ahora imagine usted que va en el Metro, tecleando en su Aifon o como se escriba, o leyendo una novela -espero que mía-, y se le arrima una bosnia con permiso de residencia, quinientas detenciones en el currículum y la sentencia que acabamos de glosar en el bolsillo. Y le roba la cartera. Y usted la pilla in flagranti delicto, como decían Cicerón y los romanos ésos. Y la bosnia, o sus cómplices, le montan la pajarraca que suelen en tales casos, gritando y acusándolo de haberles querido meter mano, y demás parafernalia. Y usted, sabiendo que aunque llegue la pasma a socorrerlo, a las dos horas esas pavas estarán de nuevo en la calle y en el Metro ocupándose de otro pringao, y que siempre habrá una ecuánime Audiencia Provincial de Madrid dispuesta a garantizar que nadie atropelle los derechos de esas hijas de puta, imagine usted, le digo, que llevado por el natural impulso le calza una hostia a una bosnia... ¿Lo ha imaginado ya?... Bueno. Pues imagine ahora el marrón que va a comerse acto seguido, lo mismo en la Audiencia Provincial que fuera de ella: agresión a inmigrante, desprecio de sexo, violencia de género y posiblemente también de génera. Y como la cosa ocurre en el Metro, con agravante de subterraneidad y alevosía. Resultado: varios días de calabozo como que hay Dios, empapelamiento judicial para años, sentencias, costas de juicio, abogados, tasas judiciales, procuradores, multa, reparación de lesiones y daños morales, embargo de bienes, etcétera. Y dese con un canto en los dientes si le caen menos de dos años de talego. Con el detalle de que si su careto es conocido, como el de Carlos Herrera o el mío, sale abriendo telediarios. Fijo. Por misógino y por fascista.
Dura Lex, sed Lex, decían los clásicos. O sea, Duralex. Luego, tras considerar el enjambre de casos en que al ciudadano honrado lo crucifican y el delincuente sale impune, extráñense, por ejemplo, de que una señora que se encuentra al violador de su hija libre en la calle, tan campante, y éste se chotea preguntándole por la niña, compre una lata de gasolina y monte su propia falla casera, resolviéndolo ella misma. Y es que, como ya apuntó hace tiempo don Francisco de Quevedo -que nos conocía hasta por las tapas-, a menudo en España no hay más justicia que la que uno compra.
Ahora imagine usted que va en el Metro, tecleando en su Aifon o como se escriba, o leyendo una novela -espero que mía-, y se le arrima una bosnia con permiso de residencia, quinientas detenciones en el currículum y la sentencia que acabamos de glosar en el bolsillo. Y le roba la cartera. Y usted la pilla in flagranti delicto, como decían Cicerón y los romanos ésos. Y la bosnia, o sus cómplices, le montan la pajarraca que suelen en tales casos, gritando y acusándolo de haberles querido meter mano, y demás parafernalia. Y usted, sabiendo que aunque llegue la pasma a socorrerlo, a las dos horas esas pavas estarán de nuevo en la calle y en el Metro ocupándose de otro pringao, y que siempre habrá una ecuánime Audiencia Provincial de Madrid dispuesta a garantizar que nadie atropelle los derechos de esas hijas de puta, imagine usted, le digo, que llevado por el natural impulso le calza una hostia a una bosnia... ¿Lo ha imaginado ya?... Bueno. Pues imagine ahora el marrón que va a comerse acto seguido, lo mismo en la Audiencia Provincial que fuera de ella: agresión a inmigrante, desprecio de sexo, violencia de género y posiblemente también de génera. Y como la cosa ocurre en el Metro, con agravante de subterraneidad y alevosía. Resultado: varios días de calabozo como que hay Dios, empapelamiento judicial para años, sentencias, costas de juicio, abogados, tasas judiciales, procuradores, multa, reparación de lesiones y daños morales, embargo de bienes, etcétera. Y dese con un canto en los dientes si le caen menos de dos años de talego. Con el detalle de que si su careto es conocido, como el de Carlos Herrera o el mío, sale abriendo telediarios. Fijo. Por misógino y por fascista.
Dura Lex, sed Lex, decían los clásicos. O sea, Duralex. Luego, tras considerar el enjambre de casos en que al ciudadano honrado lo crucifican y el delincuente sale impune, extráñense, por ejemplo, de que una señora que se encuentra al violador de su hija libre en la calle, tan campante, y éste se chotea preguntándole por la niña, compre una lata de gasolina y monte su propia falla casera, resolviéndolo ella misma. Y es que, como ya apuntó hace tiempo don Francisco de Quevedo -que nos conocía hasta por las tapas-, a menudo en España no hay más justicia que la que uno compra.
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