Un paseo turístico en España no delata que el país está sumido en una
crisis de desestructuración global. Las ciudades, aparentemente limpias y
ordenadas, dan la imagen de una nación desarrollada, las instituciones
políticas funcionan aparentemente, la justicia desarrolla su función y
el Estado sigue vigente. Nada de extraño en un lugar que no está ni como
África u otros países más. Si además de eso el sol está ahí, como
testimonio de su privilegio climatológico, el turista accidental no
entiende dónde está la crisis, sobre todo si ve los informativos de la
televisión pública.
Sin embargo la realidad es bien distinta.
En un país acostumbrado a un buen nivel económico durante décadas, es
inevitable que haya colado bien la conciencia burguesa-capitalista, en
la que los ingresos más o menos cómodos permiten una vida estable y sin
temor a caer en el precipicio. Es un hecho que el drama social no se
vive tanto en la calle como dentro de las casas en las que se opta por
pagar la hipoteca o por darle de comer a los hijos, o se acuden en
secreto a los comedores sociales o a Cáritas para poder sobrevivir sólo
al día a día. La línea que separa la calidad de vida de un país
occidental de la miseria económica es invisible y cada día se destruyen
más de 2000 empleos en España. Sin ir más lejos los desahucios ya han
dejado 205 víctimas mortales por suicidios. España ya no es ese país
alegre, sino otro de dolor y lágrimas en el que miles personas se ve
obligadas al exilio económico ante la imposibilidad de sobrevivir y
mucho menos de dar un futuro digno a sus hijos, condenados a la pobreza
si no se toman medidas drásticas que pasan incluso por el alejamiento
durante meses o años. De la España moderna pasamos a la que no supo
solucionar sus problemas, no fue capaz de cerrar su transición política y
no ha desarrollado mecanismos para defender a la débil democracia
creada tras la muerte del dictador Franco.
Más de 40.000
manifestaciones en Madrid a lo largo de 2012. La gente protesta de
manera ya espontánea, corta las calles y la policía tiene que proteger
la institución objetivo, ya sea la sede del Partido popular o el
Congreso de los diputados. Los sectores se mueven por separado: jueces,
fiscales, policía, ejército, profesores, médicos, sanitarios están en
pie de guerra contra el gobierno que salió de las urnas hace escasamente
un año y que no sólo es incapaz de resolver el tsunami español, sino
que se vanagloria de que los españoles les hayan dado su apoyo en
representación de su soberanía. Las medidas contra la corrupción en
casos como el reciente de Bárcenas o ex-tesorero del PP, sin añadir
otros muchos, son escasas y de imagen. Alguna que otra declaración con
reconocimiento o decisión tardía, cuando la cúpula está en evidencia
ante la opinión pública, son los únicos éxitos de una protesta
ciudadana, implícita o real que siente que nadie la representa. Habría
que regresar a los tiempos del reinado de Alfonso XIII para volver a ver
situación semejante. De hecho vuelve el clamor por la república y la
salida de la monarquía en no pocas mentes.
Ante tal brutal
retroceso en lo económico, político, social y moral, Europa enmudece.
Ángela Merkel elogia las medidas españolas para la superación de la
crisis del “euro” y apoya a Rajoy en sus horas más bajas, mientras
Dragui insinúa en el parlamento español que falta subir impuestos a los
más que esquilmados ciudadanos españoles. Los países del norte de Europa
se miran el ombligo ante el dantesco escenario de las naciones del sur y
provocan una reducción en el presupuesto de la UE. La indignación de
sus ciudadanos no cuenta, al igual que tampoco les tembló el pulso a la
hora de enviar a Grecia a la decapitación. España no tendría que ser muy
diferente para sus objetivos, y la verdad es que en el fondo empiezan a
parecerse.
Estos hechos no son nada extraños si tenemos en
cuenta que el gobierno español está practicando una política genocida
contra su propio pueblo, pero sin misiles balísticos. Todas las medidas
del PP están encaminadas a encubrir su propia y espeluznante corrupción,
incrementar la riqueza de bancos, grandes empresas, especuladores y
todo tipo de persona que, sin escrúpulos, aumenta su riqueza a costa de
instituciones democráticas que deja en agua de borrajas, es decir, sin
sangre. Muchos de los señores que gobiernan España, hay que decirlo, son
hijos del Opus Dei, y, por lo tanto del franquismo, de aquél que los
españoles creían olvidado y que ha vuelto con todas sus fuerzas
apropiándose de las leyes, el parlamento, los ayuntamientos, las
comunidades autónomas, los colegios, los hospitales que están siendo
descaradamente privatizados para beneficio de unas cuantas empresas, así
como del mismo derecho a la supervivencia de personas que se quedan sin
trabajo y sin ingresos. Esta forma de corruptocracia, en la que además
se niegan posibles imputaciones, sobresueldos y dinero negro dentro de
los partidos, es lo que el Sr. Rajoy ha querido vender al Sr. Humala,
quizás para limpiar la marca España, claro que eso ya no se consigue ni
con la lejía más potente del mercado mundial.
Este es el
sentir sobre mi país, la canallesca casta política que lo gobierna y el
modo en el que, lentamente, se está acabando con la democracia, la
libertad, la dignidad, los derechos de los ciudadanos, mientras ya más
del 25% de la población está en riesgo de pobreza. Si nos faltan tres
años con este señor, por llamarlo de alguna forma, me temo que España
será un país tercermundista y que habrá volatilizado de la nada todo su
proceso de transición democrático desde que murió el dictador Don
Francisco Franco. Sólo espero y confío en que en las próximas elecciones
sepamos dar una glamorosa patada a semejantes ineptos e impresentables.
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